Según me cuenta mi amigo, hace unos días mientras pasaban los paquetes a las bolsas, se le ocurrió comentarle a la cajera que todo aquello era porque celebraba sus Bodas de Oro. La chica, paró el conteo, abrió los ojos con asombro y se le escapó la célebre frase: ¡con la que está cayendo…! Los dos soltaron la carcajada y para rematar la faena, sin mover un músculo, él apostilló: ¡…y con la misma!
Tengo que empezar por decir que mis amigos son la pareja más normal del mundo. Si es que existe algún «modelo» de matrimonio, ellos no son para llevarles a una exposición. Físicamente ella sigue siendo muy guapa y él, que al casarse era un fideo, ahora se pelea con los kilos sobrantes cada mañana. Hasta aquí todo enormemente vulgar.
El tema se presenta más chocante si se les conoce desde hace muchos años. Sus temperamentos son tan parecidos como el aceite y el agua. Mi amigo es teórico, abstracto y con ese genio áspero y bronco que tienen los pesimistas. Ella es el sentido práctico, la alegría y el arranque que tienen para la vida las personas optimistas. Como todo hay que decirlo, ninguno de los dos son tontos, y eso es una ventaja. Más de una vez, comentando en mi presencia sus distintos gustos en literatura, música o el cine, les he escuchado: ¿cómo es posible que te hayas casado conmigo?… y así cincuenta años.
Naturalmente me han invitado a su celebración. Empezamos por una Misa en su parroquia a la que asistimos alrededor de cincuenta personas. ¿Para qué más? Estaban los cabales: los hermanos de cada uno de ellos, los cinco hijos con sus cónyuges y los nietos. Siete matrimonios de amigos completaban ese círculo íntimo con el que tantas cosas has compartido.
No se pudieron cuidar más las cosas: desde el ritual de la Misa con la renovación del compromiso y la bendición de los anillos, hasta las flores y la música. Ni almíbar, ni sentimentalismos baratos. Allí se había ido a dar gracias a Dios, de quien todo bien procede, y nada mejor que esa Eucaristía cuidada con un esmero que siempre es poco.
Desde allí nos fuimos a almorzar a su casa. Era lo natural, lo que corresponde: reunirse donde se vive rodeados de tantas personas para las que aquella casa era también la suya. Como no se trataba de darse la gran paliza para atender a tanta gente se contrató a quien preparara lo necesario. No eran las bodas de Camacho. El equilibrio y la mesura estaban en la delicadeza con la que fue montado.
Lo valioso tiene un precio
Es difícil explicar la alegría que rezumaba por todos los lados. El matrimonio llevaba mucho tiempo disponiendo todo para que la gente estuviera a gusto. A pesar de los años nos comentaron que disfrutaron mil veces más que en su boda. En aquella época, las costumbres del lugar exigían que fueran los padres los que prepararan el festejo, sin que los hijos «mojaran» demasiado. Ahora les había llegado el momento de hacer lo que les diera la real gana y aunque sus hijos -espléndidos todos- hicieron comentarios sobre esto o aquello, no les hicieron ni caso.
Los nietos, algunos ya mayores, sacaron a relucir las guitarras a las que todos acompañamos con canciones de los años 60, y más tarde cambiaron de ritmo para tocar lo que les pedía el cuerpo y nuestras piernas no aguantaban.
Por muchos nubarrones que encapotaran el cielo, siempre he estado seguro de que un «minuto de amor vale la vida entera»
Pasaron las horas y allí nadie se movía de las sillas. No era tan frecuente encontrar un ambiente donde la alegría era contagiosa. Poco a poco se fueron haciendo corrillos donde se agrupaban los más afines y los «novios» se acercaban a cada uno.
Irremediablemente el tiempo fue pasando y los de mayor edad se fueron a descansar y los más jóvenes ocuparon un rincón del que se apropiaron en exclusiva.
Fue quizá en ese momento cuando pude acercarme a mi amigo, para comentarle:
– ¿Tú eres consciente de que si la gente viera esto no se lo creería?
– Pues ya lo ves, -me dijo- tú nos conoces desde hace muchos años y puedes garantizar, que nos has visto en todo tipo de situaciones, incluidas las «broncas de libro».
– ¿Dónde está el secreto?, le pregunté.
– Ante todo, en haberme encontrado una mujer como la que tengo -me contestó-. Ella ha sido el soporte de esta casa desde que nació el primer hijo y la que ahora trenza la maroma para unir a todos, pase lo que pase. Como no es perfecta, algunos de los hijos le dicen en broma que es una «mandona». Ella se ríe, pero yo me pregunto: ¿Se puede hacer palanca con un churro? Pues ella ha mantenido así esta familia donde hoy está. De mí, ¿qué quieres que te cuente? Me conoces desde hace 60 años y ya sabes que mi genio me convierte a veces en un «animal». Lo que ya no sabes -porque ni yo mismo soy capaz de describirlo- es que, por encima de todo, estoy más enamorado de ella que el primer día. Es lo único que puedo aportar como disculpa y descargo. La hice sufrir muchas veces, sin saber a ciencia cierta lo que hacía.
Ya se ve que mi amigo estaba en racha y le dejé hablar.
– Con estos ladrillos edificamos la casa que nos acoge. ¡Nada ha sido fácil en estos cincuenta años, porque todo lo valioso tiene un precio! Me preguntabas dónde estaba el secreto y, aunque nunca lo sabemos del todo, pienso que la clave ha estado en que hemos sabido empezar y volver a empezar todos los días, poniendo el cuentakilómetros a cero. Ni un recelo, ni una retranca, ni dejar que una espina se encone, o echarse a dormir sin hacer las paces. Por muchos nubarrones que encapotaran el cielo, siempre he estado seguro de que un «minuto de amor vale la vida entera». En este caso he tenido 26 millones de minutos para intentarlo. ¿Cómo no íbamos a lograrlo?
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales