Estamos rodeados de un clima de preocupación que nos invade. Las conversaciones a cerca de la crisis son continuas, los problemas derivados de ella son serios y mantener el ánimo… difícil.
Hay algo que la crisis, el paro y la falta de medios económicos no nos puede arrebatar: la capacidad de querer.
En el amor conyugal todo es gratuito. Queremos porque nos da la gana. Es una decisión libre, personal y que nos compromete.
En tiempos revueltos como los que estamos viviendo, podemos dedicar nuestras energías a potenciar la capacidad de querer y la de perdonar. No hay nada que haga más infelices a los hombres que la soledad o el no sentirse queridos. Los desprecios, los ninguneos, el aislamiento, las discriminaciones, suelen ser las mayores causas de dolor moral. Si estas provienen de los miembros de la propia familia, son aún más dolorosos. Si ellos que son los nuestros no nos muestran aprecio, ¿cómo lo van a hacer los demás?
Más afecto, más felicidad
Las pequeñas muestras de afecto, el contar con, el preguntar la opinión, conocer los gustos, evitar lo que molesta, estar pendiente de las necesidades, es lo que hace que la capacidad de amar crezca. A mayor capacidad de amar, mayor felicidad. Fomentar dentro de la propia familia la unión es posible, a pesar de la crisis. Sólo depende de la importancia que le demos y tiene mucha.
Nuestros hijos necesitan vernos unidos para ser felices. No necesitan mucha ropa ni comidas de lujo, ni salir a cenar fuera de casa, ni coches o motos, ni muchos juguetes. Necesitan pocas cosas para vivir, pero mucha dedicación. Necesitan saber que sus padres se quieren, que confiamos en ellos, que son importantes. Más importantes que el trabajo. Que los amigos, que el deporte, que el descanso. Son lo más importante. Cuando uno se siente así, importante, se desarrolla al máximo su personalidad, pone en marcha lo mejor de sí mismo.
La regla de oro para que todo funcione es la confianza. Confiar significa decirle al otro: «Sé que no me vas a defraudar. Sé cómo eres y lo que puedo esperar de ti«.
Las mayores rupturas afectivas se producen por decepciones. La decepción supone no poder confiar en alguien; en su lealtad, en su nobleza o en su sinceridad. La relación entonces es tan superficial que llega a no merecer la pena.
Cuando confiamos en el otro le estamos diciendo: «Tú puedes. Tú vales la pena. Es bueno que Tú existas y que vivas aquí junto a mí».
Confiar en el amor que nos tienen y en que somos capaces de dar es lo único que la crisis nos podrá quitar
Mónica de Aysa. Master en matrimonio y sexualidad