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¿Cuál es el origen del amor, dónde está su fin? Son preguntas esenciales, pero es muy difícil explicar lo inefable. Sin embargo, en este negocio ponemos en juego nuestra felicidad. Esa es la meta tras la que todos corremos tan pronto ponemos el pie en este pícaro mundo, y son muy pocos la que la alcanzan.

Pero… ¡los hay!

Yo he conocido a un matrimonio que lo ha logrado con tal grado de excelencia, que su vida va a ser estudiada con todo rigor para que puedan ser presentados como ejemplo de alguien que ha logrado la felicidad eterna, lo que siempre supone que en esta tierra también fueron inmensamente felices.

Pareja mayor

Foto: THINKSTOCK 

Daré sus nombres y apellidos: Paquita Domínguez y Tomás Alvira. El pasado día 19 de febrero se ha abierto su Proceso de Canonización.  Los he conocido. Me unen lazos de amistad con ellos y con ocho de sus hijos, pues aunque tuvieron nueve, al mayor no pude conocerlo por morir de un sarampión a los 5 años.

Dedicar su vida a amar

¿Cómo eran? Exactamente iguales que cualquier matrimonio con los que he tratado. Maticemos, iguales no…: ¡parecidos! En nada se distinguían de aquellos con los que nos rozamos todos los días, pero lo primero que saltaba a la vista era su alegría. Una alegría que por ser honda y constante, mostraba la felicidad de la que hablaba al principio. Con él trabajé durante veinte años; ella -número uno en sus oposiciones- estaba dotada de una exquisita sensibilidad para acoger y dar armonía a toda la numerosa familia. En su compañía pasé ratos inolvidables, en las más variadas circunstancias: viajábamos, asistíamos a Congresos, tratábamos con multitud de personas, y… descansábamos, porque su presencia era una fuente de sosiego.


Ilusión por vivir, sentido del humor, interés por cuanto ocurría a su alrededor, y aceptación de la realidad para tratar de igual modo el gozo y la contrariedad.


Tendría que alargarme mucho para bosquejar su rica personalidad. Amaban su libertad y la de los demás de tal forma, que para nada necesitaban de la tolerancia -simpleza de la que tanto se habla- pues, por querer a la gente, en cualquier lugar se encontraban a gusto. Siempre eran los mismos. En su casa, en el trabajo o en el veraneo de un pueblo tratando con personas de cualquier condición, se percibía inmediatamente que eran de una pieza, una naturalidad sencilla y llana era lo primero con que se chocaba al conocerles.

Mucho se habla ahora de diferencias temperamentales en el matrimonio. Cada uno de ellos tenía una singularidad muy acusada, pero si me pidieran uno de los aspectos más relevantes del hogar que construyeron, no dudaría en hablar de unidad. Unidad de deseos, afectos y sacrificios. Unidad sin quebrar la diferencia, porque era el amor el cemento que todo lo compactaba.

Poco a poco nos aproximamos a su secreto. Paquita y Tomás descubrieron muy pronto que Dios les había colocado en esta tierra para amarle, para amarse y para amar a quien pasara a su lado. Se propusieron tener contento a Dios en cada uno de sus actos. A medida que le trataron con más intimidad, comprendieron que su misión en este mundo consistía en amar al otro cónyuge, mirarle y hacerle tan feliz como Dios quería que fuera. Para ella y para él sus brazos eran los mismos de Dios, que siempre unen y acogen.

No estoy hablando de arrobos místicos. Sólo con leer la dedicatoria que acompañaba un ramo de flores que el marido le envió a ella al cumplir setenta años, se percibe que el papel puede echar a arder en cualquier momento. Es la sonrisa abierta de Paquita cuando él llega agotado del trabajo con más de ochenta años y ella le recibe tan arreglada como si fueran a salir al cine.

Comentan sus hijos que nunca vieron a su madre en bata cuando llegaban a casa. Sólo la utilizaba para el aseo. ¿Bobadas de otros tiempos? Finura de espíritu para hacer la vida agradable a la familia, hasta en este detalle tan pequeño.

¿Y los hijos? Ellos eran un don, una dádiva divina. ¿De qué forma tenían que tratarlos para responder a esa confianza? Antes que suyos, entendieron que eran hijos de Dios y ese convencimiento les llevó a quererles tanto como para estar desprendidos de ellos. Era una certeza que llevaron hasta el límite. Sólo hay que recordar la muerte inesperada del primero.

En mi opinión, he conocido a un matrimonio de santos. No sólo porque lo fueran personalmente cada uno de ellos, sino porque tejieron su empeño por dar gloria a Dios sobre el cañamazo de su amor mutuo, la entrega a los hijos y el desvivirse por cualquiera que estuviera cerca.

Empecé por comentar el desasosiego que me producía escribir, escribir y escribir, hasta que mi cabeza y la del lector echan humo. Muchas veces he pensado que hacen falta menos teorías y más remangarse para convertir en vida aquello que nos hemos propuesto. Es este un empeño que está al alcance de todas las fortunas, sin el mínimo aspaviento, ni gestos raros o espectaculares. ¿Difícil? Sin duda, pero hay que estar convencido que no estamos solos. Podemos lograrlo «a medias con Dios», porque Él desea más que nosotros nuestra felicidad.

Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales

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