La conversación empezaba a alcanzar un buen nivel de animación después de la cena. Alguien había puesto el veto -de manera muy sensata- a cualquier tema que rozara la política. Estábamos lo suficientemente a gusto para no querer amargar la reunión. Todo se deslizaba por cauces muy tranquilos hasta que alguien lamentó la ausencia de un matrimonio que solía frecuentar estas tertulias.
Las crisis matrimoniales dejan de ser una estadística cuando afectan a alguien que queremos. Ahí se empiezan a levantar ampollas por muy «gorda» que se tenga la epidermis. Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos sumergidos en el tema hasta el cuello. Como no era momento de personalizar, pues nuestros amigos ausentes eran dignos de todo el respeto y cariño, se empezaron a montar teorías en el aire, porque las ideas abstractas lo aguantan todo.
En una primera parte se empezaron a enumerar los interrogantes. ¿Qué está pasando? ¿Qué locura es esta? ¿Dónde está la raíz de tanto descalabro? ¿Es que no hay quien aguante nada? El fenómeno no entiende de edades ni de años de matrimonio. No tendría espacio en esta página para anotar levemente las causas que salieron a relucir. Por mi experiencia en las tareas de educación, no pude por menos de sonreír por dentro, porque recordaba la inmensa retahíla de motivos a los que se achacaba el fracaso escolar de los niños: las leyes, los profesores, la escasez de pericia para enseñar, la falta de disciplina, los farragosos libros de texto, la falta de interés de los padres. Sobre cada uno caía su parte proporcional de culpa menos en los propios niños.
Siguiendo con nuestro tema, cuando ya habían aparecido todas las causas imaginables, incluidos los medios de comunicación que siempre se llevan algún palo de los que no suelen leerlos, alguien dijo que por qué no nos planteábamos posibles soluciones o al menos intentábamos descubrir alguna vacuna frente a la epidemia.
Inmediatamente la reunión e decantó hacia dos vertientes. Aquellos que aseguraban que eran los hombres los culpables de la mayoría de los «descarrilamientos«; y los que ponían el acento en los «cambios» que estaban actuando sobre el papel de las mujeres. Conste que en ambos «bandos» los había de los dos sexos.
Es fácil imaginar que, llegados a este punto, la conversación había alcanzado tal punto crítico, que sin ser demasiado agudo era fácil darse cuenta que más de «uno» y de «una» sangraba por la herida. A la vista del cariz que tomaban los acontecimientos uno de los más serenos sacó un capote para decir: ¿Quién tiene que arreglar las cosas? Está muy claro, es como el del chiste: el que más corra…
Pensé que con su broma, había dado en la clave. De ordinario, si no hay por medio algo muy grave, cuando uno de los dos se lo propone, saca adelante su matrimonio. No estoy haciendo una teoría, lo he visto y experimentado en más de una pareja.
Con bastante frecuencia, al intentar ayudar a un matrimonio en una crisis coyuntural -y por ahí empieza la mayoría- suelo decir a cada una de las partes, de forma individual, que él puede reflotar la situación. Se lo digo a los dos: a él y a ella.
Julián Marías, en un ensayo publicado bajo el título de la «Mujer española», aparecido hace bastantes años, comentaba: «Porque sobrado sabido es que los hogares españoles los deshacen los hombres y los rehacen las mujeres». No voy a entrar en la vigencia de las palabras del ilustre filósofo, ni en otros aspectos colaterales. Sí me reafirmo en la idea de que con uno de los dos, basta.
A veces, tendrá que llevar uno todo el equipaje y al otro sobre los hombros, pero puede llegar la hora en que sea al contrario o cada uno lleve su carga.
Es posible que mis lectores me asalten con correos electrónicos para darme un mazazo en la cabeza, pero tengo que decir lo que pienso.
¿Acaso quiero convertir a un hombre o una mujer en un mártir o un héroe? No. Simplemente procuro poner a una persona frente al proyecto más importante de su vida y preguntarle si está dispuesto a poner en juego todos sus recursos.
¿No habíamos quedado en que el matrimonio era una cuestión de «dos», por qué se lo intentas echar a la espalda de uno solo? Sigo pensando que a los dos les atañe, pero que en el largo recorrido de una vida.
En cualquier caso, un hombre o una mujer enamorado que haya tirado por la ventana la báscula en la que pesar lo que hace uno y hace el otro, toma encima la misión de «reconvertir» su matrimonio como un reto en el que ha de dar la talla de su humanidad. Ese desafío aunque, desde lejos y mirado en frío, nos parece insoportable, puede llegar a dejar un poso de bien en el fondo del alma que compense todos los sacrificios.
No voy a volver a la frase de Julián Marías, ni a levantarla en un pedestal, pero pienso que una mujer está bastante mejor dotada que un hombre para acometer una aventura de este tipo. Un hombre lo puede hacer igualmente, pero le falta tenacidad y le sobra egoísmo.
Mónica de Aysa. Master en Matrimonio y Sexualidad
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