Esperar frustra. Nos ponemos de los nervios cuando el autobús no llega a su hora, cuando hay demasiadas personas delante de nosotros en la frutería, cuando la televisión nos avisa de que la siguiente tanda de anuncios se alargará tantos minutos.
A nuestros hijos también les frustra. Y a eso le añaden el que aún no han desarrollado los mecanismos suficientes para relativizar lo que les ocurre. No poder satisfacer sus densos de inmediato se convierte en su mayor preocupación. En la infancia llegan las rabietas, después los enfados y las protestas airadas.
Sin embargo, la vida es espera en un buen número de ocasiones.
Si pensamos por un momento en lo que les queda por esperar, nos dará verdadero vértigo.
Si el patio sigue más o menos como está ahora, nuestros hijos, de forma inmediata, solo recibirán mensajes de móviles. Pero tendrán que esperar a tener un trabajo, y después esperar para tener un buen trabajo, esperar para disponer de dinero con el que arrancar una vida por su cuenta. Para todo falta mucho.
Para colmo, la sociedad de la sobreprotección ha interpretado de manera equivocada el papel de los padres. Claro que debemos servir a nuestros hijos, pero no hasta hacerlos inútiles sino con el equilibrio suficiente para poder educarlos. Sin embargo, cientos de padres acuden con urgencia a atender a sus hijos tan pronto como demandan cualquiera que sea el deseo.
La pregunta que nos cabe es si tiene sentido que le digamos a un niño que no le damos un vaso de agua ahora mismo, justo cuando nos lo piden, o que no les vamos a proporcionar un bocadillo de nocilla si nos lo han pedido, o que tendrán que esperar un rato antes de salir a jugar, o de entrar en casa.
En educación no hay pautas absolutas y todo dependerá de las circunstancias de cada familia. Si ya les toca esperar mucho, no les aportará demasiado que «forcemos» situaciones de espera para desarrollar su paciencia. Pero si los mayores de su entorno suelen estar a su disposición, conviene que estén entrenados para la vida. Y con estas esperas, ganarán en muchos terrenos:
– Cada cosa a su tiempo. Que tengan que esperar para cuestiones cotidianas como comer o jugar les ayudará a llevar horarios más fijos con las numerosas implicaciones positivas que de aquí se desprenden. Por ejemplo, aunque tengan hambre ahora mismo, si explicamos que no se come entre horas, les haremos más fuertes -para superar el hambre- y además comerán mejor y más sano.
– Aún no toca hablar. Cuando un niño quiere decir algo, normalmente lo quiere decir ya y espera ser escuchado en ese preciso instante y que sus deseos se cumplan también de inmediato. Aprender a esperar el turno para ser escuchado fomentará la olvidada virtud de la paciencia. Se trata de mantener un perfecto equilibrio entre la atención que los niños necesitan y la buena educación que conseguirán al esperar. Eso sí, si les hemos pedido que esperen antes de contarnos algo, debemos ser nosotros quienes hagamos el esfuerzo de recordar que querían hablar y darles paso tan pronto como podamos.
– La ilusión de tener ilusión. Es muy bonito fomentar en nuestros hijos la ilusión por el futuro. Los niños tienden a desear bienes materiales e inmateriales. Incluso aunque pudiéramos satisfacer parte de sus deseos, ellos saldrán ganando si desarrollan la virtud necesaria no sólo para esperar, sino para ilusionarse en esa espera y, por tanto, para disfrutar aún más cuando un sueño se cumple.
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