Han pasado muchos años desde aquella noche. Me invitaron a dar una conferencia en un colegio mayor femenino para hablar de la primera Ley del divorcio que se iba a promulgar en España. Para preparar el tema, procuré analizar las consecuencias que habían tenido las leyes que regulaban este fenómeno social en los distintos países de nuestro entorno.
No existía entonces internet y me supuso cierto esfuerzo la búsqueda del derecho comparado. La cita era a las diez de la noche, para dar tiempo a que llegaran. Como es frecuente en estos casos, la mayoría de las chicas que habían acudido eran los de los primeros cursos, pues las «mayores» pensaban que no estaban para perder el tiempo en «actividades culturales». Es decir, cuando reparé un poco en el auditorio me encontré con que estaba formado por mujeres entre los dieciocho y los veinte años.
Nada más empezar, mientras iniciaba los saludos protocolarios de este tipo de actos, me asaltaba una pregunta inquietante. ¿Qué hago yo aquí para hablar a estas chicas del fracaso del amor? ¡Tenía que dar un giro de ciento ochenta grados a todo el planteamiento que había elaborado! Pensado y hecho.
¿Qué es el amor?
En el primer cuarto de hora despaché todas las anotaciones que llevaba sobre la futura ley del divorcio y a partir de ahí me puse a desarrollar el sentido que tenía el amor humano entre un hombre y una mujer. Inmediatamente percibí un cambio clamoroso: el silencio se cortaba, nadie se atrevía a moverse en la butaca y la atención concentrada se palpaba en el ambiente. Al abrir el coloquio no apareció ni una sola pregunta sobre el tema objeto de la conferencia, sino que el interés recayó exclusivamente sobre qué era eso del amor. Las preguntas se sucedían mientras unas quitaban la palabra a las otras. No encontraban manera de dar por terminada la conferencia y la mayor parte me rogaba que les diera bibliografía sobre un autor que había citado mucho: G. Thibón.
Nos trasladamos a otro escenario: la semana pasada me pidieron que abriera un ciclo de charlas dirigidas a matrimonios jóvenes. El público era muy distinto que aquel que ya se perdía en mi recuerdo. Esta vez eran parejas con hijos y por tanto, con cierto rodaje en el amor matrimonial. Cuando me pidieron el título les propuse a los organizadores algo tan sencillo como «Posibilidades del amor conyugal». La técnica era también diferente. Tenía lugar a las once de la mañana de un sábado, con guardería incluida. Consistiría en una charla, un café para descansar y conocerse unos y otros, y terminar con un coloquio.
A pesar de tener cierta experiencia, este tipo de actividades siempre encierran alguna sorpresa. No oculto que llevaba algún recelo porque, harto de administrar «recetas» para resolver las dificultades que a todos nos surgen en nuestra vida matrimonial, me situé en otro nivel un poco más alto. ¿Por qué no profundizar en qué era el amor y cuáles las características del amor conyugal? Este enfoque me ha costado más de una crítica, pero me parece una desconsideración hacia las personas tratarlas como si fueran animalitos a los que hay que adiestrar para ver la forma de que pasen por el aro. Mi impresión es que, cuando a la gente se le tira para arriba y se les coloca a la altura que les corresponde como seres humanos maduros, reaccionan de forma muy positiva.
¿Cómo entramos en el meollo? Desde el comienzo intenté conducir el razonamiento hacia una pregunta clave ¿Qué es el amor? Para aproximarnos puse encima de la mesa una ficha que llevaba escrita: «Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón a una voluntad ajena… y a la vez propia». Me pidieron que volviera a leerla. Naturalmente, a partir de aquí salían todo tipo de comentarios. Alguno de ellos apuntaba: «Eso sólo es posible cuando los dos lo piensan así». De acuerdo, pero una de las dificultades mayores es que todos queremos antes que nada ser amados, cuando verdaderamente lo que tiene que centrar nuestra ilusión es que cómo amo yo. Más que estar continuamente sopesando si el otro me ama más o menos, debo de pensar si le amo yo verdaderamente.
Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón a una voluntad ajena… y a la vez propia
Desde esta posición empezó enseguida a aparecer todo el mundo de los «sentimientos». Conveníamos que el sentimiento era algo importante, pero no lo esencial ni la guía absoluta de nuestro comportamiento en el amor, puesto que se agitan hacia arriba o hacia abajo según las épocas. Y desde luego, su volatilidad no lo puede convertir en la medida infalible para saber si nuestro amor crece o disminuye.
A través de esas consideraciones llegamos a una conclusión sorprendente que alguien formuló y que me pareció muy exacta. «Si no sabes amarte a ti mismo, tampoco sabrás amar a los demás». Tiene mucho calado la «frasecita» que, según declaró sencillamente el que la enunció, la había leído en algún lado. Veíamos que ese amor anterior al otro no es un desorden. Para darse hay que tenerse y cuanto más se tiene más se da. Como pueden imaginarse los lectores, el coloquio se movió a cierta altura y en ocasiones tomaba derroteros que a fuerza de ser sinceros resultaban duros. Uno de los asistentes, planteó el contrapunto: «¿Nos estamos dando cuenta de que todo esto supone un esfuerzo muy notable?». La ocasión me la brindaron en bandeja para sacar una ficha de Pieper, filósofo alemán que ha escrito un libro luminoso sobre el amor en que dice algo que todos hemos experimentado: «Ponte a amar y verás a tu corazón empezar a sufrir y quizá a destrozarse. Si quieres liberarte de ello, no debes entregar a nadie tu corazón, ni siquiera a un animal». Efectivamente, ni a un perro. Pero sin amor no se puede vivir y puesto que la experiencia nos dice que lo dicho es rigurosamente cierto, hasta en los amores más enloquecidos y desquiciados, más vale sufrir por algo que merezca la pena. Todo es cuestión de saber dónde ponemos el fin para que podamos encontrar el sentido.
No tengo que añadir que no hubo forma de que los padres se marcharan a la guardería a buscar a los niños. No habíamos gastado ni un minuto en discutir quién debe bañar a los niños, hacer la cena o si el otro era un pesado que reclamaba con excesiva frecuencia las relaciones íntimas. Esas cuestiones las resolverá cada matrimonio y también tienen importancia, porque sacar las cosas del lavaplatos puede ser un acto de amor y no una simple rutina que se realiza ahora porque es lo que toca.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales