Porque en él/ella cruje la llamada de los otros, el instinto sexual que despierta y porque se siente rodeado/a de una ensordecedora soledad. El adolescente se desprende de normas, cambia de pensamientos y creencias, aprende a ser él mismo.
Tiene que asimilar sus cambios físicos. Su imagen corporal se convierte en trascendente. Transcurren por un período de narcisismo, modifican su imagen «ante el espejo». Se hacen egoístas y megalómanos. Al adolescente le importa mucho lo que digan de él, el autoconcepto se encuentra en esa fase a la deriva, con cambios bruscos, los adolescentes tienen mucho miedo al ridículo.
Le cuesta aceptar consejos e indicaciones de los adultos, por esa necesidad de probar y descubrir. Les cuesta tomar decisiones porque aún no tienen suficientes recursos.
Para forjarse su propia experiencia vital, precisan de libertad, autogobierno y directrices. En estos momentos prueban a imitar. Inconscientemente precisan ser incomprendidos, para elaborar su nueva identidad.
Hay que hablar con el hijo y tratar de escucharle, entender cómo se siente y aceptar sus emociones, aunque no las compartamos. No intentemos cambiar todas sus conductas, hemos de ir a lo verdaderamente importante y que sea negativo para él o inaceptable.
Sus gustos y opiniones no coincidirán con los nuestros, no hay que tomarlo como un ataque personal, está descubriéndose. Necesita diferenciarse de los demás, de su familia y a su vez, reconocerse en una historia sin que su personalidad se disuelva.
Si recurre a otras personas (amigo, profesor, hermano) para poder solucionar sus problemas, no nos está excluyendo de su vida, a veces puede identificarse y enriquecerse con otras personas. Se hacen más independientes, pero necesitan a la familia, sentirse querido e identificarse con el adulto, normas que ayudan en el clima familiar, que sus padres están disponibles siempre y que se enorgullecen de él.
Negociar con ellos con paciencia, simpatía, flexibilidad, criterio, con límites preestablecidos aunque no todo es negociable (consumos, forma de comportarse, asistencia a la escuela…). Se trata de llegar a acuerdos, de escuchar los distintos planteamientos, de no imponer sin razones. Transmitir que lo importante no es discutir sobre quien tiene la razón, sino reflexionar sobre qué es lo correcto.
Los encuentros con los adolescentes no han de ser una continua disputa, un intento de convencer, un pulso interminable. Valórese que los conflictos suelen ser por asuntos menores.
Las normas de la convivencia han de estar claramente establecidas, cabe ir adaptándolas a la edad del hijo y a la asunción de responsabilidades por parte del mismo.
Hay una edad -progresiva- a partir aproximadamente de los catorce años, en los que hay que otorgar una mayor libertad a los adolescentes sin por ello olvidarse de la supervisión.
Los adolescentes tienen que descubrirse a sí mismos, por eso, a veces resultan egocéntricos, pero están dispuestos, si se les posibilita, a contribuir en actividades solidarias, con lo que se sentirán miembros activos y por ende satisfechos. Resulta también positivo orientarlos a la reflexión sobre los temas espirituales.
Del bostezo y el estar «tirados» a la acción frenética. De la alegría irrefrenable a la tristeza que ahoga. Esta es la vida plena de los adolescentes: Vivamos con ellos el «bullir» de esa irrepetible etapa. Emocionémonos con su sentir. Seamos para nuestros jóvenes unas manos que comparten, que están dispuestas a estremecerse con las suyas. Escuchemos sus pálpitos, interpretemos sus silencios.
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