La conmoción llegaba desde un inmenso bosque japonés rastreado durante días por cientos de personas. Los padres de un niño de siete años habían querido darle una lección por su mal comportamiento y lo castigaron dejándolo solo en la cuneta. Aseguran que a los pocos minutos regresaron a por él, pero para entonces ya había desaparecido. El castigo se convirtió en tragedia a medida que pasaban las horas. Siete días después, el chico apareció sano y salvo. Y el debate sobre los castigos ha inundado las redes.
No soy en absoluto partidaria de los castigos porque creo que sirven de poco. Se pueden aplicar con buenos efectos a los seres irracionales. Tenemos en casa una conejita, Jingle, bastante amiga de los cables. Reiterados castigos tras mordisquear todo lo que veía a su alcance han conseguido alejarla del cobre. Pero dudo enormemente que Jingle haya entendido que todo este afán por castigarla tiene que ver con su seguridad y con la nuestra. Por muchos años que pasen, Jingle sabrá que la castigamos, no por qué la castigamos. A Jingle le pasa lo que a los perros de Pavlov: «Muerdo. Me castigan. Mejor no muerdo».
Hay veces que los padres tenemos que castigar. Pasa sobre todo en la primera infancia, cuando los niños, aún incapaces de entender, necesitan que vayamos delimitando su mundo por su seguridad y su aprendizaje. Por eso cuando gritamos un potente «No» que incluso hace llorar al niño porque se ha acercado al enchufe no esperamos que entienda que por los cables escondidos por la pared circula algo que no se ve pero que puede matarte. Solo esperamos que, como los perros de Pavlov, asocien una situación con otra: un enchufe con un grito enfadado.
A partir de ese momento en el que ya razonan, es mucho más práctico sustituir el castigo por la consecuencia al incumplimiento de una responsabilidad. La idea es que dejamos de ser nosotros quienes castigamos. Nosotros solo establecemos normas básicas que, si se transgreden, conllevan un desenlace previamente conocido.
¿Cómo lo hacemos?
1. El sistema de responsabilidades y consecuencias se establece en los días tranquilos. La familia configura sus límites y determina las consecuencias de los incumplimientos. Si los hijos son mayores, se puede incluso negociar. De esta forma, las «dos partes» aceptan de mutuo acuerdo unas reglas de juego. Por ejemplo: «Hasta que no acabes los deberes, no puedes ir a la piscina. No has acabado, ya sabes que no puedes ir a la piscina». En lugar de «como no has acabado, te castigo sin piscina».
2. Esperar ante imprevistos. Cuando aparece un nuevo elemento sobre el que hay que establecer una norma, por ejemplo, que nuestro hijo empieza a salir solo con sus amigos y un día llega tarde o no avisa, conviene que no actuemos movidos por la precipitación. Es mejor que posterguemos la decisión hasta otro momento: «No está bien lo que has hecho. Tenemos que pensar en lo que ha ocurrido y mañana hablaremos del tema».
3. Las normas tienen que ser claras y escasas, las muy importantes. En educación se gana más con muchos síes y algunos noes que con un ambiente de prohibición constante.
¿Qué ganamos?
1. Se hacen responsables de sus actos. De su forma de hacer las cosas se desprende una consecuencia.
2. Evitamos que actúen por temor. No es el miedo a la reprimenda lo que les mueve, puesto que no hay tal reprimenda.
3. Los padres dejamos de ser los malos de la peli: no imponemos castigos sino que vigilamos que se cumplan las responsabilidades.
4. Nuestro castigo no depende de nuestro estado de ánimo sino que está prefijado de antemano. Así se evita que la misma circunstancia acarree un castigo enorme un día en que estemos cansados y sea perdonada en otro momento.
5. Saben a qué atenerse. Aunque aparentemente los hijos demandan grandes cotas de libertad, necesitan conocer muy bien el terreno en el que se desenvuelven, los límites y las normas de juego.
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