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Catástrofe tras la DANA: ¿debemos hablar a los hijos del sufrimiento?

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Nuestras vidas son tan cómodas que, en contadas ocasiones nuestros hijos se enfrentan al sufrimiento o escuchan hablar de él. Por eso, situaciones como las guerras o las catástrofes naturales, incluso aunque no nos toquen de cerca, son una buena oportunidad para hablarles del sufrimiento y, de ese modo, que crezcan en empatía hacia los demás. 

Ahora es la DANA que ha arrasado Valencia y parte de Castilla-La Mancha y de Andalucía con fortísimas inundaciones. En otras ocasiones es un terremoto. Más lejos de nosotros, varias guerras asolan el mundo. Hace no tanto vivimos una terrible pandemia, y cada pocos meses, la siguiente amenaza con llegar. 

El sufrimiento está en nuestras vidas y no es malo que hablemos de ello a nuestros hijos, porque parte de su educación consiste en saber que es imposible escapar del dolor, del propio y del ajeno. 

Hablar de sufrimiento cuando estamos en familia, porque lo han visto en la televisión o porque lo están viviendo de cerca, les ayuda a naturalizarlo. Sólo dentro del hogar aprenderán a darle un valor más elevado, a comprender que forma parte de la vida y que el cambio que nosotros podemos operar es la manera que tenemos de afrontarlo. 

¿Por qué es tan importante que no eludamos hablar del dolor y el sufrimiento?

  1. Porque no existen las burbujas de cristal. Si evitamos hablar del dolor, del sufrimiento o de la muerte en casa, lo más probable es que acaben encontrándose con la información fuera de casa, sin un adulto de referencia próximo que les ayude a comprenderlo y asimilarlo. Es mejor que los temas de calado los hayamos abordado de algún modo en la familia antes de que se topen con ellos fuera de casa.
  2. Porque son naturales e inevitables. No tiene mucho sentido pretender que no existen las dos realidades que no vamos a poder evitar jamás a nuestros hijos: el sufrimiento y la muerte. Al contrario, tenemos que prepararlos para que acepten que esta es la realidad de la existencia. 
  3. Porque ya no están en su día a día. En las generaciones precedentes, con elevados índices de mortalidad infantil y una esperanza de vida mucho más corta, los niños se enfrentaban desde muy pequeños a la enfermedad y la muerte en su entorno más próximo. Solían convivir con los abuelos o vivir muy cerca de ellos, y fallecían en los años de su infancia. Era habitual que algún hijo de la familia no llegara a la edad adulta. Y muchas enfermedades carecían de cura. Así que desde la cuna los niños veían la muerte como un proceso de la vida. Se hablaba más de la enfermedad, de la muerte, de la vida eterna. Y eso simplificaba las cosas cuando tocaba de cerca, a la hora de explicárselo a los niños. 
  4. Porque les ayuda a comprender sus sentimientos. Incluso cuando el dolor y el sufrimiento no nos afectan directamente, nos provocan una tristeza, una rabia, una impotencia, que los niños tienen que aprender a gestionar de manera adecuada, porque son sentimientos muy agudos, en un momento concreto, a los que no están acostumbrados. Dejarles entrever los padecimientos del mundo, les ayuda a comprender las sensaciones que les provoca y a gestionar mejor sus propias emociones. 
  5. Porque desarrollan la empatía. Uno de los principales retos de la educación es lograr que nuestros hijos se pongan en la piel del otro, que aprendan a amar al prójimo y a comprenderlo. Compartir con ellos los padecimientos de otras personas les sirve de paulatino entrenamiento de la empatía que les acercará a los demás. 
  6. Porque están mejor preparados para el mañana. Si hemos tenido un sufrimiento moderado, aunque sea limitado, y lo hemos gestionado de manera adecuada en el hogar, cuando el día de mañana llegue uno mayor, inesperado, más difícil de gestionar, nuestros hijos estarán mejor preparados para hacerle frente. 
  7. Porque les permite entender la trascendencia. La muerte no es el final. Para las familias creyentes, es, de hecho, sólo el principio de la vida eterna. Para los no creyentes, el recuerdo de la persona es fundamental. Nuestros hijos, acompañados desde la fe en el caso de los hogares católicos, y apoyados de otras maneras en las casas en las que no creen, descubren la trascendencia de la persona, que va más allá de lo físico. 

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