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Hora de florecer: cómo podemos inculcar valores a nuestros hijos para que maduren

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Es vital darles criterios desde pequeños, explicarles lo que está bien o mal, para que lo vayan interiorizando, haciendo suyo, y tengan un referente a la hora de actuar. Es decir, formar su inteligencia y su conciencia. Sembrar buenas ideas, aunque «parezca» que no las entienden, como decía María Montessori: ya florecerán en su cabeza y en su corazón.

Resulta positivo poner «de moda» en familia, según las edades de los hijos, unos valores y virtudes como la sinceridad, la gratitud, la alegría, la generosidad, el optimismo… Y algunos más según van creciendo como la fortaleza, la lealtad, el estudio, el trabajo bien hecho, la resiliencia, la responsabilidad, la justicia…

También otros un poco más elevados, como la integridad y coherencia, el valor moral de las acciones, se interiorizan sobre todo al final de esta etapa, cuando los anteriores están más o menos aprehendidos y hechos vida.

Por eso es necesario trabajar todo ello en estas edades tan agradecidas y darles muchas oportunidades de llevarlo a la acción.

El valor de las experiencias

En este sentido son muy importantes el juego, las tareas de la casa y los encargos: el niño nace con ganas de realizar las tareas que le gustan, de desarrollar su creatividad y habilidades. Cuando se concentra y disfruta, su cerebro produce neurotransmisores como la dopamina, la oxitocina… que hacen que esté a gusto y pueda aprender. El llamado estado de «flow» del que te he hablado en artículos anteriores. Incluso se puede producir neurogénesis o formación de nuevas neuronas a partir del hipocampo, tan relacionado con el aprendizaje y la memoria emocional.

Ellos buscan experiencias que les expandan sus facultades y habilidades. Lo quieren y deben hacer por sí mismos. Por eso, toda ayuda innecesaria es una limitación para quien la recibe. Y, a veces, los padres, por un intento de sobreproteger o de no creerlos capaces de llevarlo a cabo, no les dejamos «crecer» y desarrollarse bien.

De este modo, adquirir habilidades y destrezas, fortalecer la voluntad y aprender a pensar en los demás, a ayudarles, cultivando la empatía, es tan importante en las relaciones personales y de amistad. Y se hacen partícipes y cooperadores de la buena marcha familiar.

Así van tomando decisiones desde pequeños, construyendo sus gustos y personalidad, ganan en autoconfianza y seguridad, y se hacen responsables. Todo ello necesario para poder querer.

Facultades superiores

Asimismo, pueden desarrollar algunos puntos más sensibles, además de la imaginación y la creatividad, tan propios de la persona, como la amistad, la cultura y las facultades superiores, para ir preparando la corteza prefrontal.

Todo ello encamina, favorece y desarrolla esas aptitudes y facultades tan específicas e importantes de la persona, que tardan tiempo en madurar debido a su complejidad: las facultades superiores. Por ejemplo, el pensamiento abstracto y analítico, la atención y concentración, el estudio, el control de impulsos, la voluntad, la planificación… Que, más tarde, su cerebro lo agradecerá.

Y el optimismo para descubrir y apuntar a lo mejor, que da fuerza, ánimo y motivación para luchar por metas altas y nobles. Incluso cambia nuestro cerebro: estimula esas sustancias neuroplásticas, aumenta el flujo sanguíneo en la corteza prefrontal, cambia la epigénética o expresión de los genes*

De ahí la importancia de crear un ambiente familiar optimista, atractivo, lleno de cariño y libertad donde crecen las personas. Necesitan sentirse muy queridos y disfrutar para desarrollarse bien.

Por eso es tan necesario conocer y valorar las emociones, hablar de ellas, que las vayan comprendiendo y sepan expresarlas, hablarles de algunas cosas que nos suceden para que vayan aprendiendo a manejarse. Hacerles pensar, preguntarles con frecuencia: ¿cómo crees que esa persona se habrá sentido con eso que has dicho o hecho?

Aprender delicadeza en el trato personal, además de empatía, para poder «sentir con» en positivo, lo cual les ayudará a conectar con los demás. Y siempre, poniendo un punto de pensamiento para guiar el mundo emocional. Reflexionar acerca de los porqués de las cosas.

Conocerles de verdad

Como decía, es fundamental conocerles bien. Descubrir la singularidad de cada hijo, sus habilidades y fortalezas. Eso que hace bien, en lo que destaca, y hacérselo notar para que lo desarrolle. Partir de sus cualidades concretas y poner toda la atención en fomentarlas. Ver sus emociones más temperamentales y enseñarles a manejarse para que aprendan a modular esas respuestas emocionales.

De esa forma se va forjando un buen carácter y, poco a poco, entrenándose muchas veces, van adquiriendo autocontrol emocional, gracias a esa corteza prefrontal. Algo primordial en la adolescencia, que necesitarán desarrollar, y es más difícil si esto no se ha hecho antes.

Además, las acciones van conformando hábitos y expresándose en conductas, dejando así una huella en el cerebro. Van «esculpiendo» el cerebro, como dijera Cajal, y la personalidad de cada uno. Toda buena acción nos mejora como personas y, a la vez nos ayuda a hacer el bien, porque se van formando redes neuronales cada vez más estables, interconectadas entre sí, que facilitan el obrar en esa línea. Y disfrutando.

Identidad

Al término de esta etapa, que comprende hasta los 12 años, van empezando a descubrir su identidad personal. Aquí es de gran importancia la figura del padre y de la madre, así como el cariño recíproco de ambos, origen de su vida y fuente de desarrollo personal, y donde aprenden casi todo: la forma de tratarse, de comprender, de sonreír, aunque uno esté cansado, de ayudar a quien está en un mal momento*

Ese amor mutuo, cuidado y enriquecido día a día, se desbordará hacia ellos, les dará seguridad y confianza, sana autoestima, y será un referente a lo largo de su vida. Muy especialmente en este reto constante de aprender a amar: el más significativo de la vida.

Por lo tanto, ambos somos necesarios, cada uno con sus formas y modos característicos. La mujer, madre, posee un gran corazón, con una capacidad enorme de amar; y él, varón y padre, aporta, para empezar la identidad masculina, fortaleza y empuje para acometer retos, protección conjugada con reciedumbre, hasta ternura en el trato con los hijos. Así como autodominio y señorío, y raíces hondas donde aferrarse. Les ayuda a enfrentarse a la vida sin tanta protección como haría la madre, a ganar autonomía y no depender siempre del hogar. Él los lanza, pero les da la seguridad de que siempre estará ahí.

Los padres somos para los hijos ese «faro» que ilumina y ese «puerto» seguro al que volver, hacer acopio de cariño, reconfortarse, reponerse y volver a salir.

Mª José Calvo

Optimistas Educando

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