El entorno digital ha llegado para quedarse y nos asusta porque no siempre sabemos interpretarlo correctamente, porque no tenemos las claves para educar a nuestros hijos ante lo desconocido y porque nosotros mismos nos vemos atrapados en sus adictivas propuestas que convierten una mera consulta en una gran pérdida de tiempo.
Para hacernos una correcta composición de lugar sobre lo que está sucediendo en ese entorno en el que se mueven nuestros hijos, necesitamos tener claros algunos conceptos fundamentales y reflexionar largo y tendido sobre ellos.
Nativos e inmigrantes digitales
A los adultos nos pasa con internet lo mismo que les ocurre a quienes aprenden un segundo idioma ya de mayores. Quizá lo dominen a la perfección en la gramática y el vocabulario, pero será prácticamente imposible que no se les note «el acento». Los adultos llegamos a la era digital como «inmigrantes» procedentes de la analógica. Nuestros hijos son «nativos digitales«, según el término acuñado por Prensky.
Para ellos, no hay una realidad digital y otra analógica porque entienden todo como el mismo continuo en el que han nacido.
Para nosotros, lo digital es un peligroso espejo de lo no digital y nos sentimos perdidos en su reflejo. Somos capaces de entender algunos conceptos, pero nunca todos, de usar algunas potencialidades, pero rechazamos otras. Para ellos, lo digital es real.
Huérfanos digitales
A lo largo de la historia, la cultura de cada sociedad, su forma de ser, comportarse y comprender el mundo, ha sido transmitida de padres a hijos de modo que los hijos podían interpretar el mundo, distinguir entre el bien y el mal, gracias a la ayuda de los adultos. Pero como los padres nos encontramos muchas veces perdidos en el marasmo digital, no somos capaces de acompañar a nuestros hijos en este camino, prevenir que tomen la senda equivocada, avisarles de los peligros que entraña y descubrir la mejor ruta.
Son huérfanos digitales porque no han tenido padres preparados para moverse en este entorno. Y tenemos la obligación moral de formarnos para poderlos ayudar.
Adicciones comportamentales
El problema de los contenidos digitales es que están preparados, a través de algoritmos inteligentes, para atrapar nuestra atención hasta el punto de convertirse en adictivos. Es un fenómeno que no solo se produce entre los jóvenes, sino que nos arrastra también a los adultos. Accedemos a nuestro dispositivo electrónico para una consulta puntual, un mensaje desvía nuestra atención hacia un contenido inesperado, de ese salta a otro, de ahí al siguiente, y acabamos por olvidar la razón principal por la que empezamos a buscar.
El resultado es que hemos perdido un tiempo del que no disponíamos en ver un contenido que no nos interesaba realmente. Estos procesos pueden acabar generando adicciones comportan tales que acaban requiriendo incluso tratamiento médico.
Socialización mediática
Uno de los cambios fundamentales que se han producido en los entornos familiares a raíz de la irrupción de los dispositivos digitales en los hogares es que las familias ya nunca o casi nunca ven «la tele» juntos. Ahora cada cual puede elegir según sus preferencias y disfrutar en soledad del contenido que más le guste. Este aspecto positivo del llamado fenómeno multipantalla esconde uno negativo: los padres ya no podemos intervenir en la socialización mediática de nuestros hijos. Ese proceso no consiste en dar grandes sermones después de ver una película o el telediario, sino en los sencillos comentarios que hacemos los adultos y que ayudan a niños y jóvenes a distinguir el bien del mal, lo justo se lo injusto.
Eso se ha perdido en el actual entorno, por eso es tan importante mantener el trato constante con nuestros hijos para que nos pregunten sin miedo toda duda que les surja en lo que han visto en redes. Y también que no tengamos temor de formar su juicio adelantándonos a lo que la sociedad les pueda ofrecer en el entorno digital para que sepan comprenderlo y calibrarlo.
Amigos frente a seguidores
Aunque los jóvenes interpretan como una misma realidad el mundo digital y el que hay fuera de él, algunas marcadas diferencias van a condicionar su comportamiento. Una muy importante es que está cambiando el concepto de amistad, entendido como una relación de proximidad y confianza con un reducido grupo de personas, por el de seguidores, muchas veces desconocidos y sin un vínculo sincero y permanente con nuestros hijos que nos garantice que se preocupan por ellos. Eso provoca que la percepción que los jóvenes tienen de la aceptación de sus actos en su grupo de iguales no se ajuste a los criterios tradicionales entre amigos que se estiman, sino que esté marcada por criterios de popularidad que no siempre tendrán un respaldo moral.
La dictadura del like
Estrechamente vinculado con ese fenómeno de los seguidores, está el problema de cómo evalúan las redes lo que, según los criterios de viralización y éxito de visitas, es lo bueno. Se trata de una suerte de «democracia» basada en los likes, aprobaciones o votos virtuales, que obtiene una propuesta.
El problema es doble. Por un lado, los jóvenes, obsesionados con el reconocimiento público, pueden caer en una suerte de dictadura del like que los lleve a no comportarse tal y como lo harían sino en función de lo que más se estila. El segundo problema es que la falsa democracia del like solo define lo que gusta, pero se puede confundir con lo que es bueno o correcto cuando los criterios por los que algo se vira Liza pueden ser totalmente contrarios a la moral, como el morbo o el sensacionalismo.
La espiral del silencio digital
En un entorno en el que nuestras posiciones privadas se convierten en públicas, se produce un complejo fenómeno comunicativo. Aunque el individuo aislado esté en contra de la corriente dominante por lícitas razones morales, es poco probable que muestre su verdadera opinión si siente que tendrá a la mayoría de la gente en contra (incluso aunque sea falso).
Como consecuencia, una única voz parece la común o más extendida en la población, cuando en realidad hay otras voces silenciadas que no se expresan por miedo o vergüenza a destacar entre lo aparentemente más valorado. La caja de resonancia Las redes sociales y la digitalización han multiplicado el volumen de información, pero han reducido enormemente nuestra capacidad de comunicación entendida como el contacto sereno y argumentado con el otro. Por el lodo de funcionamiento de Internet, mediante algoritmos que logran que la oferta que nos llega sea siempre similar a lo que hemos consumido con antelación, tendemos a perder de vista otros enfoques de la realidad distintos de los que ya hemos leído.
La consecuencia es que tenemos la impresión de que «todo el mundo» piensa como nosotros y cada vez somos menos capaces de plantearnos un diálogo abierto con la opción contraria. Esa caja de resonancia digital en la que nos movemos está provocando una creciente polarización de las corrientes de opinión, fácilmente manejables por los demagogos de turno.
La frustración del multitask
La digitalización trajo consigo un fenómeno multiplicado por los nuevos dispositivos como smartphones o tablets: la inteligencia de los sistemas permitía desarrollar varias tareas «al mismo tiempo» puesto que resulta muy sencillo pasar de una aplicación a otra. Además, se puede consultar cualquier herramienta en cualquier lugar y en cualquier momento de modo que resulta muy sencillo atender cuestiones fuera de su horario habitual.
El problema de esta realidad, para adolescentes y adultos por igual, es que se inician muchas tareas al mismo tiempo, pero, al avanzar muy poco en cada una de ellas, ninguna se concluye con éxito. Vagamos de una tarea a otra, a veces al ir a navegar en busca de algo, naufragamos sin éxito, y al término de la jornada tenemos una sensación de haber hecho poco, haber terminado menos y tener poco que ofrecer en nuestro día.
Límites frente a castigos
Abordar la cuestión de cómo controlar el buen uso de las redes sociales se parece mucho a tratar de ponerle puertas al campo porque el acceso es tan sencillo, con o sin nuestro consentimiento, que necesitamos una correcta educación del juicio para garantizar que, si algo malo surge en esas redes, nuestros hijos y nosotros mismos seremos capaces de detectarlo.
Por eso es tan importante hablar con los hijos, sin atosigarlos, escuchando, para saber qué hay en esas redes igual que les preguntamos qué han hecho una tarde con los amigos. Y, en un día tranquilo, charlando en familia, debemos establecer cuáles son los límites que consideramos razonables para cumplir (horas de móvil, normas de conducta…) además, marcaremos ya cuáles son las consecuencias si incumplimos, por nuestro bien, para aprender. De esa manera, evitamos una educación basada en castigos a veces incoherentes, más marcados por nuestro estado de ánimo que por la realidad del problema o la necesidad de solución.
El resumen de todos ellos
Comprender cómo actuar con criterio en las redes sociales no es muy diferente a comprender cómo actuar con criterio en el conjunto de la vida. Tenemos que poner a cada una de nuestras obras cerebro y corazón porque con cada una de nuestras obras para que tenga sentido. De modo que, si utilizamos las redes sociales para fines muy sanos cómo relacionarnos con la familia, leer sobre cuestiones importantes, disfrutar de un lícito rato de descanso, por ejemplo, estaremos dándole sentido a nuestra vida y a la del prójimo. Pero si nuestro uso de las redes se resume en una pérdida indebida del tiempo que nos distrae de nuestras verdaderas tareas, que nubla nuestro entendimiento o nos dispone contra el prójimo, entonces, nos habremos conducido al lugar equivocado.
María Solano Altaba. Profesora de la Universidad San Pablo CEU y directora de la revista Hacer Familia
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