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Repletos de energía: cómo encauzarla y multiplicar su eficacia en los niños

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Encauzar adecuadamente la energía de nuestros hijos significa que, más que limitarla con nuestras correcciones, éstas deben servir para muliplicar su eficacia. Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación.

Un amable reproche o una punición serena, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados -lo cual implica la reflexión adecuada e imprescindible antes de pasar a la acción-, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.

Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos. Pero de vez en cuando -tal vez muy de vez en cuando- resultan ineludibles. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.

También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la pereza o la comodidad -«haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»-, que no son sino otros tantos modos de amor propio desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos. Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos ha de llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.

De la manera oportuna

Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos, establecidos por los padres de manera arbitraria y cambiante.

Para que una reprensión sea educativa, ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, para enseguida cambiar el tema de la conversación.Y, de nuevo, concediendo a cada hijo el tiempo que necesite. En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?; y, en el caso de que así fuere, ¿cuántos años nos ha costado conseguirlo?, ¿qué esfuerzo nos supone todavía?).

Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.

Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Como es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.

Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones solo engendran celos y antipatías. Nuestras reprensiones han de ser claras, sucintas, ¡concretas! y no humillantes: hay que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve… y después cambiar el tema de la conversación.

Sin tenerse a uno demasiado en cuenta

Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo, incluso el dolor que surge en nosotros al provocar el de los seres queridos, cuando tal sufrimiento resulte necesario.

Cabe, pues, sostener -sobre todo en el momento presente, en el que la fortaleza ha ido cayendo en desuso- que la eficacia y la calidad de la educación son directamente proporcionales a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo», siempreque ello sea imprescindible.

Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podemos entonces decirle, con toda la serenidad de que seamos capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».

La eficacia de la educación es directamente proporcional a la capacidad de los padresde sufrir por hacer sufrir al hijo* siempre que sea imprescindible para ese hijo.

Tomás Melendo. Doctor en Ciencias de la Educación y en Filosofía. Desde 1983 ocupa la Cátedra de Filosofía (Metafísica) de la Universidad de Málaga. Autor de El encuentro de tres amores

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