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Ocio y negocio, ¿un equilibrio imposible?

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En su libro La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung Chul-Han sugiere que la sociedad contemporánea ha terminado por fragmentar la vida humana en pedazos inconexos. La sensación de que vivimos muy deprisa no se debe en realidad a que nos falte tiempo, sino a la desconexión entre los diversos ámbitos de nuestra historia. Esta falta de unidad provoca una sensación de locura o frenesí donde la avalancha de las actividades diarias nos deja por la noche con la lengua fuera.

El hombre contemporáneo ha intentado recomponer la unidad de su existencia haciendo del trabajo su narrativa principal. Con ello ha dejado fuera de la trama de su vida otras dimensiones fundamentales como el ocio, las relaciones personales, la espiritualidad o el deporte.

Esta priorización ha llevado a un tipo de sociedad que el filósofo alemán Joseph Pieper calificó de «trabajo total» y cuyo objetivo es hoy lograr la máxima eficiencia en cualquier ámbito y a cualquier coste. Como una aspiradora que hubiera seguido trabajando con el tubo atragantado, la sociedad contemporánea empezó a oler a chamusquina.

En 1992 la ONU publicó un estudio sobre el nivel y ritmo de trabajo en los países desarrollados que concluía declarando el estrés como una epidemia mundial que bautizó como «la epidemia del siglo XX».

Pero no debemos engañarnos. Este cansancio o estrés de la sociedad contemporánea es tan solo el síntoma de una enfermedad que afecta a algo más profundo y tan antiguo como el hombre: la relación entre trabajo y ocio.

El efecto de esta enfermedad es romper el equilibrio y la unidad entre ambos. Ya Aristóteles afirmó en su Ética a Nicómaco que la virtud se encontraba en el justo medio entre dos extremos o excesos que desembocan en la ruptura de la persona y la corrupción de la sociedad. Los extremos en este caso son una actividad frenética (activismo) y una ausencia de actividad (molicie). El justo medio entre ambos es lo que David Steindl-Rast ha llamado «la virtud del ocio» o la capacidad de dedicarle a cada tarea el tiempo que requiere.

Pero antes de ahondar en esta idea, es preciso detenerse en cómo entiende el mundo actual el trabajo, el ocio y la relación entre ambos. El trabajo es considerado generalmente como una actividad de carácter obligatorio mientras que el ocio es voluntario. Por eso, al ocio se le llama «tiempo libre», lo cual implica que el tiempo de trabajo es considerado como un «tiempo esclavo».

Ocio y trabajo se consideraban opuestos

Ya en el mundo clásico el ocio (otium) y el trabajo (neg-otium) se consideraban opuestos. Que el trabajo llevase la partícula negativa sugiere que el ocio era la actividad principal, mientras que el negocio era la actividad residual. La razón de esta primacía de uno sobre el otro y de su oposición es filosófica. Todo aquello que se hace por sí mismo como un fin y no como un medio es más valioso que aquello que se hace como un medio para un fin.

Las artes, la filosofía, el juego… eran actividades que se justificaban por sí mismas, mientras que el trabajo era un medio para adquirir un patrimonio que permitiese dedicarse al ocio. En resumen, se trabajaba para poder dedicarse más plenamente al ocio, pero si el trabajo podían hacerlo los esclavos, mejor que mejor.

Esta explicación podría llevarnos a imaginar una sociedad de vagos y juerguistas ociosos, alérgicos al trabajo y aficionados a las bacanales. Muy al contrario, tales sociedades fueron la cuna de la filosofía que ha construido Europa, del derecho que la ha ordenado, de las vías de comunicación que la han unido y de la cultura que la ha elevado hasta cotas sorprendentes durante más de veinte siglos.

El ocio en aquellas sociedades permitió imaginar y planificar un mundo mejor y educar a un tipo de hombre capaz de construirlo.

Lo opuesto al trabajo no es el ocio, sino el juego

¿Cómo llegó a superarse esa oposición entre ocio y trabajo, entre tiempo libre y tiempo esclavo? Steindl-Rast ofrece una explicación que ayuda a entender esta relación complementaria entre ocio y trabajo. Lo opuesto al trabajo no es el ocio sino el juego. Este no busca un objetivo concreto sino tan solo tener sentido, y eso basta para seguir jugando. El trabajo, sin embargo, se hace siempre con un objetivo que, al ser alcanzado, hace que la actividad cese.

El problema de la sociedad contemporánea es que ha reducido el trabajo a los objetivos y ha perdido el sentido del juego, cayendo en los extremos del activismo y la molicie. El ocio, dice Steindl-Rast, es aquello que permite devolver el equilibrio a esta relación, entendiendo el trabajo como un juego y el juego como un trabajo. No porque haya que jugar en el trabajo ni trabajar en el juego, sino porque los rasgos de ambos se comunican del uno al otro: el trabajo adquiere sentido y el juego un cierto objetivo.

Las actividades propias del ocio abren un espacio y un tiempo que nos permite renovar el sentido de nuestro trabajo, la respuesta a por qué y para qué trabajamos.

Por su parte, el ocio aprende del trabajo a planificar sus actividades y supera la pasividad, la improvisación y la escasez.

«Así visto, el ocio no es un privilegio sino una virtud. No es el privilegio de unos pocos que pueden tomarse un tiempo, sino la virtud de todos aquellos que están dispuestos a dedicarle tiempo a cada cosa, el tiempo que cada tarea requiere» (Steindl-Rast, La gratitud).

Cuando esta virtud se adquiere, se producen dos efectos: el primero es que el tiempo de trabajo se libera y se empieza a disfrutar. El segundo es que el tiempo libre se ordena contribuyendo a dar unidad a la vida. Se evitan así dos extremos igualmente alienantes para la persona: un activismo frenético y un mero entretenimiento vacuo y fofo.

Nuestro instrumento de trabajo: siempre a punto el cuerpo y el alma

Una aplicación práctica de esta relación la da Stephen Covey en su famoso libro Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva. El séptimo hábito es el de «afilar la sierra», es decir, el de mantener siempre a punto el instrumento de trabajo que es nuestro cuerpo y el alma. De no hacerlo, la sierra deja de cortar y el trabajo acaba quemándonos porque ni es eficiente ni es divertido.

Cuatro dimensiones de la persona deben ser continuamente revisadas y cultivadas: la mente o intelecto, el espíritu, las relaciones sociales y el ejercicio físico. El ocio está para eso, para afilar la sierra, para hacer más plena y mejorar a la persona. Es ese tiempo de calidad que nos damos a nosotros mismos y a otros para afinar el corazón, alimentar la mente con nuevas ideas o intuiciones, poner a punto el cuerpo y sintonizar el espíritu.

Prácticas como la lectura, el ejercicio, la meditación o los planes con amigos, son actividades buenas por sí mismas que merecen una planificación de calidad.

Si el ocio se cuida, el trabajo será más eficiente, más pleno y llegará a cumplir su fin esencial que es dignificar a la persona.

Notas para un ocio de calidad

1. Debe primar una implicación activa de la persona en la que sus diversas capacidades se pongan en juego. El ocio pasivo suele ser mero entretenimiento que se consume sin apenas esfuerzo. Leer pide más implicación que ver una película y visitar un museo más que navegar en internet.

2. La planificación es importante para que el ocio sea de calidad. La improvisación como norma general no es recomendable. Cuando una actividad se prepara con tiempo ya se está empezando a disfrutar. La planificación del ocio es parte de ese ocio.

3. El equilibrio entre ocio y trabajo es importante. Si el ocio es escaso, caeremos fácilmente en «el descanso del guerrero», una especie de estado de encefalograma plano. No tendremos energía ni para planificar el ocio ni para participar en él y este perderá calidad.

Bibliografía:
Covey, Stephen (2015). Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, Planeta, Barcelona.
Han, Byung-Chul (2017). La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona.Steindl-Rast, David (2014). La gratitud, corazón de la plegaria. Mensajero, Bilbao.

Jaime de Cendra

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