En la madurez emocional intervienen todos los aspectos que intervienen en su madurez personal. Para no irrumpir en el proceso, los padres podemos guiarles desde un segundo plano para que encuentren ellos mismos todas las herramientas que les ayuden a madurar.
Las virtudes se anclan en valores, que son pequeñas especificaciones del bien y de la belleza. Son lo «perfectivo» del ser. Y han de ser nuestros hijos los que tengan unos valores preferentes, que crean importantes, gracias a lo que han vivido en familia, a su propio criterio, a lo que se encuentran en el grupo de amigos…
Necesitan desarrollar habilidades y virtudes, que están muy relacionadas con la afectividad, y pueden ir practicando con nuestro ejemplo y apoyo. Es bueno que piensen cómo les gustaría ser, con qué cualidades, e intenten conquistarlas. Teniendo en cuenta sus talentos y cualidades singulares, sus fortalezas, para apoyarse en ellas a la hora de hacer un esfuerzo por luchar en algún punto.
Es importante que potencien la comprensión, el saber mirar a los ojos y ponerse en el lugar de la otra persona. La generosidad para prestar una ayuda, aunque no se la pidan, la perseverancia en metas valiosas, en atender a las personas y a los amigos, la resiliencia para no abatirse con las dificultades…
Asimismo, el trabajo en equipo, que tanto les anima, y el buen liderazgo, que supone ideas claras y un cierto autodominio para pensar en los demás y ayudarles en lo que necesiten. La gratitud ante cualquier gesto o detalle, sin darlo por supuesto, y ante todo lo que tenemos, como la propia familia, porque, a veces no somos tan conscientes.
Algo que les atrae enormemente es la integridad personal y la coherencia. Y, al contrario, les molesta que se les pida algo que no se vive. Lo toleran muy mal y lo critican. Por tanto, implica un esfuerzo por nuestra parte por luchar en lo que les pedimos a ellos. Necesitan verlo para saber que merece la pena, que podrán ser capaces.
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La madurez personal de los adolescentes
Madurar es saber jerarquizar lo que nos afecta, para poner el corazón en lo que de verdad vale la pena. También aprender a pasar las emociones por el filtro de la inteligencia, para modularlas, fomentarlas o acallarlas, según lo que proceda, y ponerlas al servicio de metas valiosas. A su vez, cuidar las respuestas emocionales, para no contestar de forma impulsiva. Tener claro cómo queremos responder y tratar a los demás.
Y esta madurez se va logrando mediante su lucha personal. Con voluntad entrenada y todo nuestro cariño y apoyo, pero desde un segundo plano. Con nuestra escucha atenta y comprensión, más allá de las palabras y comportamientos chocantes, con nuestra coherencia y empatía. Y algunas veces, incluso con nuestro consejo conciso y concreto. Como dice un amigo, para ellos, un discurso de más de tres palabras ya es demasiado largo.
Con dejar pasar el tiempo no se arreglan las cosas: hay que ser proactivos y hacer que «sucedan», descubriendo sus cualidades y fortalezas, sus anhelos más profundos, y haciéndoselos notar, porque muchas veces no son muy conscientes. Hay que ilusionarles y motivarles con optimismo, estimulando lo mejor de ellos, fomentando esas cualidades suyas, ¡con todo nuestro cariño! Y ese cariño es el artífice de su maduración. Siempre esperar lo mejor de ellos.
Porque, al final, independientemente de las características personales, todos tenemos que aprender a pensar con claridad, armonizar cabeza y corazón, y aprender a querer a los demás. El tratarlos un poco mejor de lo que son en ese momento les ayuda a mejorar y madurar. Si no, es como si no confiáramos en ellos, o no los creyéramos capaces de colaborar, de tener iniciativa, de darse a los demás.
Como señala un gran humanista, Tomás Melendo, cada persona mejora en proporción directa al amor que le brindan. Algo que podemos repensar e intentar hacerlo vida, olvidándonos de reproches y negativismos. Aprender a mirar con buenos ojos: los ojos del cariño.
La amistad y la pareja
Por una parte, en estas edades merece especial atención la amistad, donde pueden ejercer esos hábitos operativos y virtudes que les ayudan a madurar, pensando en sus amigos. Hay que hacerles ver que un amigo auténtico es el que te ayuda a ser mejor persona; el que engrandece tu espíritu. Los amigos se ayudan mutuamente a dar lo mejor de cada uno. Que sean buenos amigos de sus amigos. ¡Que se preocupen de ellos!
Por otra parte, esas cualidades y virtudes, las necesitarán a la hora de querer a otra persona, cuando llegue su momento. Para querer de veras a alguien, y compartir la vida entera con esa persona, primero hay que pensar y poner cabeza. Ver si hay algo esencial que una a esas dos personas, si se comparten valores importantes, qué sentimientos se tienen y, si la voluntad debe coger las riendas y hacer crecer ese amor.
Ese periodo de tiempo de relación, para conocerse, no es un juego ni un pasatiempo. Está en juego la felicidad y la grandeza de cada persona: su dignidad. Y a las personas no se las prueba como si se tratara de un menú, pero sí hay que pensar con la cabeza bien «fría» si es la persona adecuada, y si es conveniente o no emprender esa ruta.
Es preciso descentrase un poco del «yo-me-mi-conmigo», para pensar más en la otra persona, queriendo su bien: su mejor «versión». Querer el bien del otro, desplazar perspectiva del yo al tú implica autodominio y madurez personal.
La madurez afectiva se traduce y concreta en la capacidad de amar. Como señala J. B. Torelló, en «salir del vivir para mí y alcanzar el vivir para ti». Amar a una persona es ayudarle a desarrollar todo su potencial, lo que está llamada a ser, sus cualidades singulares y fortalezas, buscando su bien: su mejor personalidad. Consiste más en dar que en recibir. También en acoger, en su modo de querer, distinto al propio, para que se pueda dar.
Mª José Calvo. Orientadora familiar. Fundadora de Optimistas educando
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