«Un día Matt y yo vimos una pequeña araña que intentaba sacar un insecto tres veces más grande que ella de un hoyo que había en la arena. La arena estaba seca y cada vez que la araña remontaba la pendiente, los bordes del hoyo cedían y la araña volvía a caer al fondo. Lo intentaba una y otra vez, sin cambiar de ruta ni aflojar el ritmo. Matt me dijo: ‘La pregunta es la siguiente, Kate: ¿es muy tozuda o tiene tan poca memoria que olvida lo que ha pasado hace dos segundos y siempre cree que lo está intentando por primera vez?’. Estuvimos observándola casi media hora y, al final, para gran alivio nuestro, lo consiguió, así que decidimos que no solo era muy tozuda, sino también muy lista».
Este sencillo relato de Mary Lawson nos plantea una cuestión de sumo interés. Quien no es constante en sus empeños, suele estar sorprendentemente seguro de su escasa posibilidad de alcanzarlos y, después, suele achacar sus fracasos a la mala suerte o a coyunturas y victimismos diversos. En cambio, quienes son más constantes suelen estar seguros de que finalmente conseguirán sus propósitos.
Y cabe pensar, como dedujeron los que observaban a aquella incansable araña, que quienes son así de constantes quizá demuestran con ello una mejor inteligencia de las cosas. Hay una sutil conexión entre constancia e inteligencia, un vínculo ciertamente paradójico, pero no por eso menos real. La constancia desarrolla la inteligencia, la estimula, la despierta, la hace crecer.
Por eso, todos conocemos inteligencias que, al principio, quizá la mayoría calificaba de modestas, pero que, gracias a su constancia y su determinación, han demostrado con los años una sorprendente capacidad para orientar de modo inteligente sus vidas. Y conocemos también, igualmente, inteligencias que parecían sobresalientes desde sus primeros estudios pero que, más tarde, por estar demasiado acostumbradas a sus muchos talentos, han adquirido poca resistencia a la frustración y no les ha ido nada bien.
Lo que nuestra cultura considera una gran inteligencia es, con frecuencia, algo tan simple como una persona que obtiene buenas calificaciones estudiando muy poco. Esas valoraciones conducen con facilidad a errores muy graves en la orientación de ese tipo de personas. De entrada, porque muchas veces esos individuos son simplemente chicos o chicas que tienen buena memoria, o una buena capacidad de síntesis, o que son hábiles a la hora de exponer sus limitados conocimientos. Pero todas esas cualidades no aseguran una gran inteligencia ni, mucho menos, un buen resultado en sus vidas.
Esos estudiantes, al percibir año tras año que el éxito les acompaña sin apenas pelear por él, es fácil que se acostumbren a recibir muchos elogios esforzándose muy poco. Y así será difícil que consoliden en sus vidas la necesaria resistencia a la frustración que todos necesitamos.
En sus mentes se instala enseguida la idea de que no hace falta poner mucho empeño para que todo vaya bien.
Se acostumbran al brillo sin apenas experiencia del fracaso y de la dificultad. Y todo eso no puede durar mucho tiempo, porque la vida no nos juzga del mismo modo que las calificaciones académicas y, poco a poco, las cosas van cambiando, y esa persona, que tenía para sí tan altas expectativas, se acaba encontrando con una realidad desilusionante y para la que no estaba preparada.
Tarde o temprano la frustración pasa a ser cotidiana y con ella aparece el mal humor y la decepción. Quizá es preciso crear una mejor imagen del esfuerzo y de la templanza, pues son aspectos decisivos para el buen resultado de una vida, ya que elevan el espíritu humano por encima del dominio de las solicitaciones materiales y hacen así más ágil su inteligencia. Es preciso trasmitir también el atractivo del trabajo esforzado y bien hecho, del empeño en hacer rendir los propios talentos, de la constancia personal en todos esos buenos proyectos que dan sentido a una vida.
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