Con nuestra mejor voluntad, les ahorramos el esfuerzo para alcanzar una meta, ellos no se darán cuenta de que lo hacíamos por su bien y, además, sentirán que no son capaces de lograrlo por sí mismos.
«Bastante tienen ya con lo que tienen». «Ya tendrán tiempo de sufrir cuando sean mayores». Estas frases bienintencionadas que tantas veces escuchamos a los padres como propuesta educativa en un siglo marcado por la sobreprotección, esconden efectos secundarios no deseados que a veces los padres no calibran y que pueden ser perjudiciales a largo plazo para la forma de ser de nuestros hijos.
La sobreprotección es, en muchas ocasiones, el efecto pendular de una sociedad que tuvo, tradicionalmente, modelos parentales autoritarios muy exigentes en los que los niños no eran el centro de atención. Pero los extremos no son buenos y evitar a los hijos cualquier forma de esfuerzo y sacrificio bajo la premisa de que ya les llegará cuando sean mayores, les ahorra un pequeño problema presente, pero les provoca uno más grande futuro.
¿Por qué sobreprotegerlos los hará infelices?
El problema futuro nace de que, al recibir todo hecho y no tener que hacer nada, lejos de sentirse agradecidos por el esfuerzo que se ahorran, su autoestima se ve mermada porque se creen incapaces de alcanzar pequeños retos que otras personas de su entorno sí logran.
Por ejemplo, el niño al que siguen atando los zapatos no tiene que hacer el esfuerzo de agacharse y perder parte de su tiempo en una lazada que quizá no sale a la primera. Pero ese pequeño ahorro en esfuerzo se convierte en un arma de doble filo cuando descubre en el patio del colegio que él es el único que no sabe atarse los cordones.
Las reacciones ante estas pequeñas pérdidas de autoestima pueden ser variadas. A veces, estos niños que no han tenido oportunidad de demostrarse a sí mismos su valía se vuelven adolescentes reservados y temerosos. Experimentan desazón ante cualquier situación que les resulte poco conocida. Y les cuesta resolver problemas sobrevenidos. Tiende a demandar la ayuda de los adultos para circunstancias que no controlan.
Otra reacción habitual es enmascarar su falta de autoestima en forma de exigencia. Acostumbrados de pequeños a que hagan todo por ellos, de mayores entienden esta actitud de los adultos como un derecho que pueden reclamar. La consecuencia de la sobreprotección infantil es que se vuelven exigentes y desagradecidos, porque han trazado un argumento que les evita sentirse poco capaces: no es que no sepan hacer algo, es que tiene derecho a que otros lo hagan por ellos. Son adolescentes que se muestran irascibles en cuanto se sienten solos ante un reto y que restan importancia a los logros construidos por otros.
En educación funciona bien una sencilla máxima: toda ayuda innecesaria empobrece a quien la recibe.
Porque si los sobreprotegemos, si no los dejamos crecer con su propio esfuerzo, los estamos haciendo infelices porque no sabrán enfrentarse a los avatares que les presente la vida.
Karate Kid y la botella de agua
Salen del colegio acalorados. Les separa de su casa un recorrido, a veces en coche, de solo unos 15 minutos. Nos piden agua. Nos acercamos a cualquier tienda cercana y la compramos. Saciamos su sed. Pero hemos perdido la oportunidad de una lección. Porque si bien querían agua, era poco probable que murieran de sed. Y aguantar sin beber hasta casa les habría hecho crecer en fortaleza.
Para que estos pequeños ejemplos de vida sirvan a nuestros hijos para crecer, no basta la repetición de situaciones que les ayuden a mejorar. Tenemos que mostrarles también el valor del esfuerzo que han realizado, es decir, que se den cuenta de que apreciamos su capacidad para resistir sin agua esos quince minutos hasta casa. Con ese ejercicio han conseguido dominarse, gestionar mejor su deseo, posponer una recompensa y ahorrar un gasto innecesario.
Como ocurría en la icónica película de los 80, Karate Kid, el entrenamiento de «dar cera, pulir cera» servía para estar preparados para la batalla real. No tomar una botella de agua les ayudará a salir de la cama, aunque tengan sueño, o a seguir estudiando, aunque prefieran ver la televisión.
Alicia Gadea
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