Viven en nuestra casa, pero pasan buena parte del tiempo en un lejano continente al que se accede con un clic en su pantalla táctil. ¿Qué sienten y qué hacen nuestros hijos en Internet? Para descubrirlo, hemos elaborado un mapa lo más exacto posible de lo bueno y lo malo que verán.
Una conversación en casa podría ser ésta:
-«Pero ¿se puede saber qué hay tan interesante en ese móvil que llevas horas pegado a él?»
-«Mamá, tú no lo entiendes, estoy hablando con mis amigos, he visto un par de capítulos de mi serie, un tutorial chulísimo sobre los números naturales y un draw my life para aprenderme la caída del Imperio Romano».
La revolución digital se estudiará en los libros de Historia como un cambio tan significativo como la revolución neolítica o la industrial por el enorme volumen de transformaciones que ha traído consigo, no solo en la manera de comunicarse, gestionar la información y producir, sino en la manera en que se comporta la sociedad. Junto a ese emblemático salto histórico, en nuestras casas ya se está produciendo otro, silencioso y constante: muchos padres no consiguen comprender por qué sus hijos dedican tanto tiempo a su móvil y muchos hijos no consiguen comprender por qué sus padres no los entienden.
La brecha digital ya no tiene que ver con la diferencia entre pobres y ricos porque la tecnología está ahora al alcance de todos, sino con la diferencia entre nativos e inmigrantes, en palabras de Marc Prensky, entre hijos digitales y padres analógicos.
Ellos están allí. La edad de llegada fluctúa ligeramente entre los 9 y los 14 años, que, en realidad, representa un arco pequeño de acceso. A partir del curso de 3º de la ESO prácticamente todos los estudiantes tienen su propio móvil. Pero mucho antes de llegar a ese punto, han utilizado de manera habitual algún otro dispositivo, ya sea una tableta para uso doméstico, ya el móvil de sus padres, ya uno ‘viejo’ que solo funciona con wifi. Mucho antes de tener su propio teléfono, nuestros hijos llevan horas de navegación.
Horas y horas de navegación: el secreto del negocio
Llevan tantas horas que, como recuerda Antonio Milán en su libro Adolescentes hiperconectados y felices (Ed. Teconté), aprenden a moverse por Internet sin saber leer ni escribir. Basta pensar en la escena ya cotidiana de un bebé en un restaurante que mira simpáticos vídeos de dibujos animados en el móvil de su madre mientras los adultos charlan en la comida. Los padres no necesitan atender a las demandas del pequeño para buscar nuevos vídeos. La plataforma de contenidos, por ejemplo, Youtube, le irá ofreciendo nuevas propuestas acordes a sus intereses sin solución de continuidad. Porque el objetivo principal de estas nuevas y rentables empresas de lo digital -merece la pena recordar que la inmensa mayoría son de acceso gratuito, como Facebook, Youtube, Instagram, Twitter, TicToc, Snapchat o WhatsApp– es que pasemos el mayor tiempo posible literalmente enganchados entre sus redes.
Ahí está la clave del fenómeno: nuestros hijos preadolescentes, adolescentes y jóvenes consumen muchas horas de Internet porque sus promotores trabajan intensamente para lograr que consuman muchas horas de Internet.
Aquí el éxito está en el volumen de tiempo que pasan en la pantalla.
Juan Enrique Gonzálvez Vallés, profesor en la Universidad CEU San Pablo y experto en nuevas tecnologías y redes sociales, nos tranquiliza: no debemos demonizar esta forma de hacer marketing del mundo digital, porque en realidad no es muy diferente de las estudiadas estrategias que se aplican en un hipermercado para que compremos más productos con llamadas constantes de atención sobre nuestros sentidos. Al final, como en todo, la clave está en la máxima aristotélica que sitúa en el centro la virtud.
El comportamiento adictivo con el móvil
De hecho, para Gonzálvez, que, como responsable de Redes Sociales de la Facultad de Humanidades de su Universidad, conoce de primera mano el comportamiento de los chicos en el mundo digital. Si bien es cierto que pueden darse casos muy concretos de adicciones comportamentales al uso del móvil, es un error compararlo con realidades como el consumo de drogas: «La heroína no trae nada bueno se use como se use e Internet, bien usado, tiene un excelente potencial».
Los últimos estudios del Informe PISA elaborado por la OCDE que evalúa las competencias y destrezas en diferentes materias descubren un aspecto relevante: la utilización excesiva de Internet influye de manera tan negativa en los estudios como la no utilización en absoluto.
Es decir, los alumnos con mejores resultados son los que saben utilizar correctamente los contenidos que tienen a su alcance.
«Hace solo medio siglo -explica Gonzálvez- también había mucho conocimiento, pero encerrado en bibliotecas lejanas a las que era muy difícil acceder. Internet ha hecho accesible ese conocimiento y eso es positivo».
El problema es que, entreverado en el conocimiento fundamentado y riguroso, permanece agazapado el contenido inútil, cuando no perjudicial o falso. Por eso, el profesor Antonio Milán, doctor en Educación, apuesta por la urgente necesidad de desarrollar en ellos el pensamiento crítico. Eso implica a todos los agentes que participan de la educación de niños y adolescentes, desde los maestros y los profesores hasta los padres, porque el que no conoce, no puede guiar.
¿Qué hacen los padres?
De hecho, Milán se sorprende de cómo los padres muestran un excesivo control sobre las actividades rutinarias de sus hijos -desde las tareas que tienen encomendadas hasta a qué dedican su tiempo de ocio- y sin embargo apenas se interesan por el tiempo que pasan en el entorno digital. Son muchos los que tiran la toalla porque, como no lo entienden, desisten de preguntar.
Si preguntaran, se darían cuenta de qué les atrae tanto. En primer lugar, es sencillo de entender: allí están sus amigos.
La relación con los iguales es uno de los elementos clave de esta etapa.
«Antes, se pasaban las horas comiendo pipas en la plaza del pueblo y charlando con los amigos sentados en un banco», explica Gonzálvez con una tranquilizadora analogía. «Hoy están en las redes sociales». Milán analiza el grado de satisfacción que les produce ese importante sentimiento de pertenencia en un entorno en el que, además, nadie les regaña. Porque el mundo digital se ha convertido en físico para ellos y allí no hay adultos. De modo que la principal función es estar en contacto con otros. En los numerosos estudios que analiza Milán en su obra, aparecen términos como comunicarse, conocer, compartir, también divertirse y, en menor medida, comprar.
Contacto con sus amigos en el mundo digital
Los chicos pasan horas en su móvil porque allí consiguen el contacto constante con sus amigos. Lo explica con destreza María González, estudiante del primer curso de Humanidades y Comunicación en la Universidad CEU San Pablo: «Lo que no entienden nuestros padres es que no estamos obsesionados con el móvil, sino que somos dependientes de las personas que están en él».
Lo más importante para ellos es el grupo de iguales: «Necesitamos sentirnos parte del clan». Pero lo que se esconde detrás es un cierto miedo al vacío: «Necesitamos sentirnos ocupados porque nos da miedo el silencio, los espacios vacíos, las tardes perdidas. Fragmentación de la atención lo llaman». En efecto, Antonio Milán coincide con este diagnóstico y afirma que estar en Internet les hace sentirse activos, aunque en realidad pierdan el tiempo. Porque están todo el rato pulsando a un botón, haciendo una nueva búsqueda, hablando con un amigo y así, toda la tarde.
Si la pregunta es si en todas esas horas nuestros hijos pueden ver cosas malas o estar cerca del delito, posiblemente pueden acceder a más contenido perjudicial y son menos conscientes de la trascendencia de sus actos. Pero si pensamos en porcentaje, la inmensa mayoría de los chavales que ahora mismo tienen un móvil en sus manos no hacen nada malo, quizá tampoco nada bueno, simplemente están ahí, como el resto de sus amigos. Y en cuanto aprenden a ponerse delante del espejo y aplican algo de reflexión personal, son los primeros en darse cuenta de que lo mejor es ponerle al uso del móvil un poco de cabeza.
Silvia García Paniagua
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