Dicen que la actual generación es la mejor preparada de la historia desde el punto de vista académico. En efecto, son fruto de una época de mayor bonanza económica en la que a los hijos solo se les ha exigido que estudiaran. Y lo han hecho. Pero nos hemos preocupado tanto por las calificaciones académicas que hemos olvidado que es mucho más importante educar en valores.
Y la realidad es que el mercado laboral también comparte esta idea: prefiere jóvenes comprometidos y con capacidad de trabajo que estudiantes bien preparados incapaces de desenvolverse en su entorno.
Desde finales del siglo XX, cuando comenzó una tímida revolución tecnológica que hoy, de la mano del mundo digital, resulta imparable, se habló de un cambio sustancial en nuestro paradigma: vivíamos en una sociedad del conocimiento en la que, el que más supiera, mejor triunfaría. Y sobre esa concepción económica se estableció un modelo parental en el que los estudios primaban sobre otros elementos dentro del proceso educativo.
Lo ‘mejor’: una buena educación
Detrás de esta concepción, se escondía la sensación de que lo mejor que se les podía dar a los hijos era una buena educación que les permitiera ascender en la escala social al acceder a mejores puestos de trabajo.
Sin embargo, esta decisión de conceder una mayor preponderancia a los resultados educativos trajo consigo dos inesperadas consecuencias. La primera, fue que los padres situaron el baremo de si sus hijos son buenos o malos en el lugar equivocado: si obtienen o no buenas notas. La segunda fue que, para que fueran esos ‘buenos estudiantes’ -traducción moderna de ‘buenos hijos’- los padres se sintieron en la obligación de descargarles de cualquier otra tarea que no estuviera relacionada con lo académico. Y, por tanto, perdieron la oportunidad de crecer como personas en aspectos clave de su vida y no desarrollaron los hábitos necesarios para convertirlos en virtud en otras muchas tareas cotidianas que no tienen que ver con los estudios.
El estudio es, sin duda, uno de los pilares en los que se sustenta la estructura de deberes y obligaciones de nuestros hijos. A través del estudio podemos fomentar valores que serán necesarios para ellos, tales como la capacidad de esfuerzo y sacrificio, el desarrollo de distintos tipos de inteligencia o la fuerza de voluntad. Estos aspectos de la vida académica no siempre tienen una correlación perfecta con las calificaciones, aunque es frecuente que obtengan mejores notas los alumnos con mejor comportamiento, con más capacidad de trabajo.
Por el camino de la valoración del resultado académico nos podemos haber dejado a niños y adolescentes a los que les cuesta más obtener buenas calificaciones y que, sin embargo, son, sin duda, buenos.
Pilares esenciales en la educación de los niños
El problema es que el estudio no es en absoluto el único pilar en la educación de los niños. Más aún, no es el más importante, porque será el sustento de las principales virtudes, logradas a partir de la repetición de rutinas y la consecución de hábitos, el que consiga hacer de ellos unos buenos estudiantes, no solo por sus resultados sino sobre todo por los fines a los que enfocan su estudio y las motivaciones para llevarlo a cabo.
Si ayudamos a nuestros hijos a mantener un orden adecuado en el tiempo que dedican a cada tarea, descubriremos que caben todas ellas y que unos aprendizajes, aparentemente más centrados en cuestiones de comportamiento, aportan a los otros, a los académicos.
Por ejemplo, si nuestros hijos tienen encomendadas atribuciones domésticas como poner la mesa, tender la ropa o sacar la basura, podemos pensar que les estamos quitando tiempo para estudiar. Pero la realidad es que les ayudaremos a organizar mejor el que les quede disponible. Aprenderán a sacar más provecho de sus horas de estudio y se sentirán más satisfechos porque les habrá cundido más el tiempo y habrán sido capaces de más cosas.
En paralelo, habrán aprendido a ayudar a los demás, a aportar al bien común y a hacer tareas aparentemente poco reconocidas y nada premiadas.Respecto a los estudios, el profesor Tomás Melendo explica a los padres que conviene evitar caer en la tentación posmoderna de un individualismo exacerbado al plantear las motivaciones para estudiar. La sociedad -y las familias arrastradas por ella- vende la idea de que, si estudian mucho y obtienen buenos resultados, podrán vivir mejor, tener más cosas… Es decir, una visión tan pragmática como individualista.
Como, además, estamos potenciando que solo estudien y no se ocupen de otras tareas que ayudan a los demás, sin darnos cuenta propiciamos una educación individualista y centrada en ellos mismos, donde se consideran el fin último de todas sus acciones y, por tanto, solo saben esforzarse en beneficio propio.
La clave que aporta Tomás Melendo es que ayudemos a nuestros hijos a ‘descentrarse’, no en el sentido de despistarse, sino de lograr que dejen de considerarse el centro de atención para fijar su atención en los demás. En los estudios es fácil conseguirlo. Tenemos que trasladarles la idea de que su motivación para aprender tiene que ser utilizar lo que saben para ayudar a los demás. Puede ser una ayuda inmediata (echar una mano con los deberes a un compañero de clase o a un hermano pequeño) o en el futuro (poder elegir una profesión que le permita servir al prójimo).
¿Qué echa de menos el mercado laboral?
Los años de bonanza económica hicieron pensar que la validez de un candidato a un puesto de trabajo era directamente proporcional al número de títulos que incluyera en su currículo.Se encuentran con un problema al llegar al mundo adulto: saben mucho, a veces demasiado, tanto que les hace parecer presuntuosos. Pero nadie les ha enseñado algunos valores fundamentales que les ayuden a comportarse en sociedad.
Pero, ahora que la crisis ha dejado una sobreabundancia de titulados de mayor o menor graduación, lo que las empresas están demandando es muy distinto de lo que garantizan unas buenas calificaciones académicas.
De hecho, los jefes se quejan de algunas características de sus nuevos empleados que complican la relación con ellos. Es cierto que saben mucho y que, si no lo saben, conocen bien las herramientas para poder buscar la información que necesitan. Pero en su individualismo, son reacios a reconocer lo que no saben, no se atreven a preguntar por vergüenza a descubrir sus carencias y les cuesta reconocer los errores cuando los cometen.
Otra de las características que, aun con el riesgo de generalizar, suele reflejar el perfil de estos jóvenes es que tienen una gran confusión entre aquello que desean y aquello a lo que tienen derecho. Después de una vida de comodidades en la que les brindaban todas las oportunidades posibles para extraer el máximo rendimiento a sus estudios, no consiguen comprender cómo en el mundo laboral han dejado de ser el centro de las preocupaciones y la justicia no es siempre el barómetro utilizado en la toma de decisiones.
Como, además, no saben manejar bien su frustración, se vuelven impacientes porque les cuesta controlar los tiempos cuando la situación no les resulta favorable. Tampoco son capaces de comprender que, en procesos de trabajo complejos, con implicación de muchos equipos, los resultados son un conjunto, no el efecto de un único individuo. En sus calificaciones académicas ocurría todo lo contrario.
Por eso las empresas se decantan cada vez más por jóvenes que aporten en su currículo elementos que demuestren su preocupación por los demás, que no se han sentido siempre el centro de atención, que saben lo que cuesta trabajar y sacrificarse y que comprenden el valor del dinero. Se valoran desde empleos de menor entidad profesional, que hablen de chicos sin miedo al trabajo, hasta la participación en acciones de voluntariado.
María Solano
Asesoramiento: Patricia Cigarrán. Directora de Identitas en el País Vasco
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