Las reuniones familiares son una buena ocasión para disfrutar, pero también para educar. La pandemia nos ha cortado esas reuniones, pero ahora vuelven. Abuelos, hijos y nietos conviven, conversan y se demuestran que la mejor forma de aprender y enseñar es a través del amor.
Cada domingo aparecía en casa una algarabía de hijos y nietos. Mi mujer se pasaba la semana pensando qué puede dar de comer a semejante ejército que oscila desde los 23 años del nieto mayor hasta los tres del más pequeño. Nunca se sabe cuántos vendrán, pero las cifras oscilan entre los 14 y los 27. El asunto tiene su emoción porque a veces uno de los nietos se ha quedado con la novia, otro tiene partido de futbol, y no falta quien tiene la osadía de presentarse con un amigo. Todos comen, pero mi mujer sufre porque si no sobra nada piensa que se han quedado con hambre. Es una circunstancia que raramente se produce, pues lo más frecuente es que ella y yo pasemos los primeros días de la semana comiendo «restos».
¿Para qué tanta entradilla? Sencillamente para se sientan comprendidos si pasan por ese trance de reunir a toda la familia, pues tengo más de un amigo que alcanzaba la cifra record de 40. Es fundamental no dramatizar y hacer «trabajar» a todos, tengan la edad que tengan. No es fácil lograrlo, pero cuando los padres son los primeros que se levantan a recoger los platos, el ejemplo cunde. El abuelo tiene amnistía por ser mayor y contempla el panorama.
Más de una vez me ha impresionado verles jugar agrupados por edades, con unos alardes de alegría contagiosa, aunque se escape más de una lágrima porque alguien quiere hacerse el mandón. ¡Perfecto! Así se curten.
Pero hay un hecho que me llama poderosamente la atención: los niños juegan más cuando están en mi casa donde no se han podido traer a cuestas la «parafernalia» de juguetes que tiene en las suyas. Aquí se miden las destrezas de unos y otros, la imaginación juega un papel decisivo y el «roce» con los demás les enseña a convivir.
En el papel de abuelo, tengo comprobado que el mejor premio que puedo darles es decirle a cada uno algo cariñoso al oído.
Los niños no se educan a gritos, se les gana premiándoles lo que hagan bien más que castigarles en sus fechorías. Tampoco les ganamos con juguetes sofisticados. La cara de alegría más expresiva la muestran al ver que su padre o a su madre le ha revuelto el pelo con un gesto de satisfacción. Esto es insustituible, les ayuda a ser mejores y ver que pueden superar pequeñas metas. Lo mínimo ha de ser premiado con una caricia. Está muy claro que no me refiero a «mimos». De ninguna manera. Tienen que tener muy claros su «limites» y cuando se pasa la línea roja castigarles queriéndolos, comprendiéndolos. Está claro que después de cumplir un castigo hay que «recoger» al niño, mostrándole la mayor ternura, pero idéntica firmeza.
Quizá algún lector bien intencionado me reproche que los niños lo que necesitan hoy es «mano dura». Sin duda, pero antes de llegar ahí, ha de saber que su padre también detecta cuando han actuado bien. En definitiva se trata de dar una educación en positivo. Con gestos huraños y descompuestos pensarán que les queremos amargar la vida. Porque los niños también piensan…
Insisto: la confianza de los niños, como la de los mayores, se gana «tirando ellos hacía arriba».
Algún día les comentaré las sabrosas conversaciones que tengo con mis nietos mayores, porque cada vez que empiezan a salir con una chica me la traen a cenar para que las conozca. Esa es la educación que les han dado unos padres esplendidos con los que tienen una confianza sin límites.
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