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El derecho de los niños a equivocarse

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Nadie ha aprendido a andar sin caerse al suelo. ¿Por qué no les dejamos aprender matemáticas sin que les pongan una mala nota? ¿Por qué impedimos que se ‘estrellen’ contra los a veces incomprensibles muros de las relaciones sociales? Los padres no tenemos que estar ahí para evitar la caída sino para curar las heridas cuando caigan. Y cada cicatriz les habrá permitido crecer un poco más.

Hay en nuestro entorno más cercano, España e Iberoamérica, un patrón llamativo en cualquier prueba externa de medición de conocimientos, ya sea el informe PISA, ya sea en otras regionales, nacionales o locales. Los niños suelen obtener muy buenos resultados en la infancia y, sin embargo, experimentan una bajada considerable a partir de la primera adolescencia.

Evidentemente, la compleja realidad de los factores que inciden en el proyecto educativo provoca que sea imposible determinar una única causa. De hecho, influyen elementos tan dispares como la dificultad del contenido, las actitudes propias de la adolescencia o la falta de sueño y desayuno.

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Coto a la excesiva participación de los padres en los deberes

Pero algunos investigadores se han dado cuenta de un elemento crucial al que los padres podemos poner coto de inmediato: los niños educados en un modelo basado en la excesiva participación de sus padres en las tareas escolares, son incapaces de actuar por su cuenta y resolver problemas cuando sus padres ya no están ahí.

Pongamos una escena: un niño hace los deberes con sus padres pegados a los lados. Los adultos van corrigiendo constantemente al niño. Lo corrigen con cariño, pero de una forma tan inmediata que al niño no le da tiempo ni a asimilar que lo ha hecho mal. Además, cuando llega a clase, en el aula, todo está perfecto. No conoce la sensación de haberse equivocado porque sus deberes llegan al colegio siempre sin fallos.

Pero esto no siempre será así. El primer motivo es que llega un punto (normalmente al final de la educación Primaria) en que los padres dejan de acompañar a sus hijos en cada fase del estudio, porque ya no saben suficiente, no tienen tiempo o los hijos evitan esa presencia permanente de los padres. El segundo es que los aprendizajes empiezan a ser más complejos y ya no basta con que el padre corrija, eso hay que interiorizarlo. Y si el padre corrige, el hijo no lo interioriza.

En el entorno anglosajón está mucho más valorada la idea de fracaso como el punto de partida para una mejora.

En el nuestro, un error se considera una marca indeleble de la que hay que huir.

Pero la consecuencia educativa, en todos los ámbitos, es peligrosa. La vida está llena de errores que hay que aprender a superar porque, de lo contrario, se enquistan y no permiten a nuestros hijos crecer.

Silvia García Paniagua

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