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Cómo no educar a bandazos

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Esta escena puede ocurrir en cualquier casa. Una mañana de un día tranquilo, pongamos por caso uno de vacaciones, la madre entra en la habitación de los hijos y se encuentra un panorama tan devastador como si una bomba de neutrones hubiera caído justo en medio del cuarto.

Juguetes por todas partes, ropa tirada de cualquier manera, hasta los restos de un bocadillo a medio comer. Mamá entra en pánico pero, como tiene tiempo y sabe que a los hijos hay que enseñarles a ser buenos, a ser ordenados, a ser cuidadosos, aprovecha la tranquila mañana para explicarles la importancia de adquirir estos hábitos.

Añade una pequeña reprimenda con sutiles amenazas en el caso de que la escena se vuelva a repetir. Muy condescendiente, se ofrece a ayudarles a recoger y después se van tan tranquilos a disfrutar de un día en el parque.

Misma escena, misma madre, mismos hijos, igual desorden pero cambio en el contexto: esto ocurre hacia las nueve y media de la noche en un día en el que mamá ha tenido que pedir ayuda a todo el mundo, vecinas y abuelos incluidos, para poder ir a un par de reuniones de trabajo fuera del horario laboral habitual. Está agotada y solo piensa en dormir, ni siquiera en ver un rato la tele.

Entra en casa convencida de que sus angelicales hijos estarán preparados para ir a la cama y, de pronto, se encuentra con el escenario bélico antes descrito. Monta en cólera, grita, castiga a los niños de por vida sin tele, sin postre, sin salir al parque nunca jamás hasta que acaben la Universidad.

Entonces llora y comienza el ataque emocional, los llama irresponsables, caraduras y apela a cómo acaban con su paciencia y le están destrozando los nervios. Quizá apostilla un «ya no aguanto más» entre sollozos ante la atónita mirada de los hijos que no entienden ni una sola palabra.

Entre medias caben todo tipo de variables, como la del día en que, de queja en queja, y con un creciente enfado por dentro, no decimos ni pío pero recogemos el desaguisado. O la del día en que nos dan mucha pena nuestros hijos, exhaustos con tanto colegio, examen y actividad extraescolar y concedemos que ya lo ordenamos nosotros porque los pobres bastante tienen.

Lo peligroso de estas escenas es que los castigos, los premios y el establecimiento de criterios de comportamiento fluctúan tanto como el estado de ánimo de los padres.

La consecuencia inmediata es que el hijo no sabe a qué atenerse y, con el paso del tiempo, aprenderá la maquiavélica técnica de escrutar en el humor de los padres su posibilidad de actuar sin recibir una bronca a cambio. No habrá normas ni límites, sencillamente oportunidades más o menos favorables sobre la base del estado anímico de los progenitores.

Pero hay solución: educar en responsabilidad desde la más tierna infancia. No hay castigos ni premios, hay normas, límites y consecuencias, todos ellos establecidos en los tiempos de bonanza, para que ni unos ni otros actúen movidos por el fragor de la batalla. Y todo ello regado con toneladas de cariño.

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