La hiperpaternidad es un fenómeno generalizado en este nuevo siglo, que se caracteriza por un exceso de protección y de cuidado hacia los hijos. Aunque pensemos que lo que estamos haciendo es por el bien de nuestros hijos, la realidad nos está demostrando que las consecuencias de la sobreprotección infantil son muchas y van desde el miedo hasta el fracaso.
Vemos niños que llevan casco en parques con suelo acolchado. Padres que están ‘repitiendo’ la educación Primaria y Secundaria porque pasan la tarde estudiando con sus hijos. Preadolescentes con móvil ‘por si les pasa algo’. Notitas para el comedor que eximen de comer pescado aunque no haya alergia…
Hay toda una generación de padres que ha confundido su labor de educar con el difícil reto de evitar que sus hijos sufran. Son los ‘hiperpadres’. Sus hijos serán esa ‘generación blandita’ carne de cañón de desequilibrios mentales futuros.
La cuestión de fondo es si nuestra única responsabilidad como padres radica en su felicidad y su seguridad o si nuestra verdadera responsabilidad consiste, precisamente, en hacerlos responsables. El equilibrio de la balanza no es sencillo. Pero los extremos están abocados al fracaso.
4 consecuencias de la sobreprotección a los hijos
Estos algunos de los factores que influyen en esta tendencia a la sobreprotección de los hijos. Analizamos qué virtudes podrán desarrollar si aprendemos a otorgarles mayores cotas de responsabilidad.
El miedo
Son niños agarrotados por lo desconocido. Si llegan a un parque nuevo, no se atreven a subir al columpio. Si un amigo les invita a comer, les cuesta probar un simple plato de espaguetis porque el color del tomate es distinto del de su casa. Y van creciendo: no se animan a practicar un nuevo deporte. Se colapsan ante un cambio de compañeros de clase. Prefieren no ir a un cumpleaños si lo no se sienten seguros con la actividad que han organizado.
Y sus padres no sólo lo consienten sino que además lo justifican. Ponen excusas ante los profesores, los entrenadores, otros padres, incluso delante de los amigos de sus hijos. Y creen que les ahorran un sufrimiento cuando, en realidad, les impiden superar un miedo muchas veces infundado.
Cuando los padres enfrentamos a nuestros hijos a sus miedos -que muchas veces son los nuestros- les estamos transmitiendo una enseñanza crucial: les demostramos que son capaces, que pueden superar los retos y que, además, no pasa nada si no se superan.
El problema de los niños miedosos es que, cuando lleguen a la adolescencia, es posible que experimenten estados de ansiedad derivados de esos miedos. Si los padres decidimos superar nuestros miedos e inculcamos a nuestros hijos que no sean asustadizos, habremos logrado una buena protección contra futuros problemas de salud mental.
Pero la revisión debe empezar en los padres, en las razones que nos llevan a desarrollar determinados miedos. Para eso, tendremos que aprender a relativizar, a valorar si las consecuencias de una situación que entraña riesgos son asumibles y si son menores que los beneficios educativos que se obtienen por superar un determinado miedo.
El sufrimiento
La calidad de vida ha aumentado tanto en el último siglo que la humanidad ha desarrollado un miedo atroz al sufrimiento porque ya casi no se experimenta. Los umbrales del dolor son cada vez más pequeños porque los analgésicos funcionan. Ya no estamos acostumbrados a tener frío o calor porque siempre hay un aparato capaz de climatizar el ambiente en el que estamos a la temperatura seleccionada. Evitamos el sufrimiento a toda costa y lo reducimos a su mínima expresión.
Los padres trasladan esta tendencia al ámbito del hogar y se esfuerzan por evitar todo cansancio superfluo: los niños recorren en coche las pocas manzanas que les separan de su destino, se les ofrece asiento si van en transporte público, se suspenden entrenamientos porque parecen cansados, o se les permite faltar a clase si se han quedado estudiando hasta tarde para un examen.
El problema de este exceso de protección es que no prepara a nuestros hijos para lo que se van a encontrar en el mundo real. Aquí estriba buena parte de la raíz de la llama ‘generación blandita’, incapaz de aguantar un rato de pie, tolerar algo más de cansancio o pasar por el mal trago de comer algo que realmente no les gusta nada.
Lo cierto es que los niños aguantan mejor de lo que los padres suponen. De hecho, son capaces de tolerar grados de sufrimiento sorprendentes si se lo están pasando bien: les da igual jugar en un patio de tierra cuando el sol les quema si están entretenidos y están encantados de practicar deporte con sus amigos en pleno cansancio.
Aprender a soportar ciertos grados de sufrimiento, razonables para su edad y condición, les ayudará en la adolescencia y la juventud, cuando tengan que enfrentarse a retos mayores que les exijan niveles de sacrificio. No solo en el estudio, sino en la capacidad para renunciar a determinadas formas de ocio.
El esfuerzo
La reacción de unos padres ante un niño que, en una excursión familiar, comienza a quejarse de cansancio para quejarse después de aburrimiento, puede marcar su autoestima en adelante. Si los padres ceden a las reiteradas peticiones del niño, habrá satisfecho sus deseos puntuales, pero la sensación de logro se esfumará tan rápido como llegó.
Si, por el contrario, tras valorar que el esfuerzo que se le está exigiendo al niño no es desproporcionado, le pedimos que continúe y logra llegar hasta el final, su sentimiento de autoestima se habrá multiplicado porque sabe que logró con esfuerzo una meta para la que creía no estar preparado.
Educar en el esfuerzo no se debe entender como una imposición para los hijos a los que no se permite ser felices sino, al contrario, una garantía de que no les costará seguir adelante. Por eso es bueno educar en pequeños esfuerzos para que después puedan aceptar otros mayores. Quizá pueden ir andando hasta el colegio o se les pueden asignar pequeñas tareas domésticas. La sensación de lograr lo que tienen encomendado generará en ellos más satisfacción que sacrificio el esfuerzo realizado.
El fracaso
Los niños de esta generación están poco acostumbrados a perder. En sus juegos digitales siempre se gana algo: estrellitas, puntos… En el colegio, las competiciones se dulcifican y todos obtienen medalla solo por participar. Y ya no son tan habituales los juegos de mesa en los que uno gana y el resto, todos, pierden. Si sumamos esas circunstancias al hecho de que los padres se empeñen en sobreproteger a los hijos e impidan que caigan, tenemos el cóctel perfecto para que los niños no sepan afrontar el fracaso.
Que aprendan a fracasar no significa que debamos fomentar que fracasen pero sí que, en ocasiones, aunque sepamos que no lo van a lograr, dejemos que caigan. La tendencia es la contraria: si apuntamos al niño a clases de piano y se siente frustrado porque no se le da bien, en lugar de animarlo a que se esfuercen más, empatizamos en exceso con su enfado y decidimos sacarlo del conservatorio.
Perder es importante porque es la oportunidad de aprender a luchar para ganar. Si protegemos a los hijos hasta el punto de no permitir que pierdan, les estaremos quitando la posibilidad de desarrollar las destrezas necesarias para gestionar los golpes que reciban en la vida. Después llegan las angustias por una mala nota en un examen y la tendencia a buscar excusas por lo que les ha salido mal.
El problema es que muchos padres han hecho creer a sus hijos que son perfectos, que no tienen fallo alguno. En una interpretación errónea del cariño, olvidan explicarles que el fracaso está entre las opciones, que tienen muchos ámbitos posibles de mejora y que, además, no todo les saldrá bien porque no en todo son buenos.
Maria Solano
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