Al referirnos a la vida afectiva como una fiesta, no lo hacemos simplemente como recurso didáctico. Se trata de algo más. Nuestro objetivo, como padres, consiste en lograr que los hijos contemplen que la vida puede convertirse en una verdadera fiesta y que se alegren en ella. Esto es, enseñarles a amar. De este pensamiento profundo, entendemos que la educación afectiva consiste en enseñar a los hijos a poner el corazón en aquello que vale la pena.
Para que esto sea posible, los padres deben ser los primeros en descubrir que la vida es una fiesta. Es fácil que las dificultades y contrariedades puedan enturbiar la visión positiva de la vida, pero basta con pararse a pensar en su sentido para encontrar una larga lista de motivos por los que podemos estar contentos. Lo más crucial es aquello en lo que creemos, el amor que compartimos y la esperanza que albergamos. Según sea el valor de aquello en lo que tengamos depositada nuestra esperanza, nuestra confianza y nuestro amor, así será de festiva nuestra vida.
Desde este pensamiento, profundo y fresco a la vez, entendemos que la educación afectiva consiste en enseñar a los hijos a poner el corazón en aquello que vale la pena. Los niños, y no tan niños, se encaprichan y ponen el corazón en objetos, en «estatus» y privilegios. Los padres atentos, descubrirán decenas se circunstancias donde los hijos ponen desordenadamente el corazón.
No decimos que sea fácil, pero los padres que se esfuerzan por hacer ver a los hijos el lado bueno de las cosas, consiguen un ambiente más alegre y se hacen más amables a los ojos de los hijos.
Además, esta sencilla práctica favorece en los padres la serenidad y la paz necesaria para desarrollar su labor educativa con esperanza.
No se trata, habitualmente, de ir quitando cosas o impidiéndole asuntos, más bien consiste en aprovechar las situaciones traumáticas para hacerle comprender que no vale la pena apegar el corazón a las cosas, haciéndole ver la cantidad de motivos por los que debe estar contento. Invitarle incluso a dar gracias. En las fiestas, los participantes no paran de dar gracias porque son «invitados»; es un don, un regalo inmerecido.
Mimar las relaciones, no a los hijos
Entre la bibliografía reciente es común encontrar libros y artículos que reducen la esfera afectiva a meros sentimientos y emociones. Algunos, de forma audaz, hablan del carácter y la voluntad al referirse a la afectividad pero siguen sin salir de los parámetros de la individualidad.
Para entender la afectividad debemos contemplar, no sólo la individualidad de la persona, sino sobre todo su relacionalidad. Mi afectividad no sólo depende de mí, sino a su vez, de las personas que se relacionan conmigo. En este sentido, es muy importante procurar que los hijos se relacionen con otros niños de familias que compartan los mismos valores. Esto es más sencillo cuando los padres tienen oportunidad de elegir el colegio adecuado para sus hijos. No obstante, todos pueden contar fácilmente con alguna organización de tiempo libre, como puede ser alguna asociación juvenil, donde se trate de infundir los valores que los padres buscan para sus hijos.
El desarrollo de una afectividad festiva requiere de relaciones auténticas. Al pensar en las relaciones, en un primer momento, nos puede venir al pensamiento que yo necesito de los demás, que los hijos necesitan de sus padres, que el esposo necesita de la esposa… No es solo que yo necesite de los demás, es que los demás necesitan de mí. En este salir de mí, radica la perfección de mi propio yo como persona, la riqueza de mi propia interioridad.
A esta dinámica de apertura, cuando se mira desinteresadamente, la llamamos amor. Toda persona necesita querer y ser querida. Como venimos diciendo, educar la afectividad consistirá, básicamente, en enseñar a amar y ser amable. Y para ello habrá que enseñar a contemplar y valorar a los demás como son. Como decía Ortega, solo el amor se anda con contemplaciones. En esto radica el sentido de la fiesta.
Superar el comercio afectivo
Cuando la afectividad se reduce a «lo sentimental», las relaciones tienden a verse como búsqueda de vínculos placenteros. Ya no se busca el bien incondicional del otro sino que se establece una relación comercial que tiende a desaparecer cuando decaen los intereses.
Es común que los hijos en un primer momento se dejen llevar por este planteamiento interesado de la afectividad y cuando descubren su poder (ya en su más tierna infancia) traten de comerciar con los afectos: «Yo te quiero si tú me compras la muñeca», o al contrario, «si no me compras la colección de juguetes de XXX no me queréis» y hará lo que esté en su mano para que sus padres se sientan culpables de su «infelicidad». Esta capacidad de generar culpa se ve reforzada cuando el niño consigue su interés, el capricho o la atención especial. Al llegar la adolescencia, los métodos se vuelven más sofisticados. Como no les dejamos volver más tarde, «somos los peores padres del mundo», pero el contenido es el mismo.
Para superar esta situación arraigada conviene «aguantar el chaparrón» hasta que los hijos aprendan que el «terrorismo afectivo» no es eficaz, tanto cuando son pequeños como cuando entran en la adolescencia. Si los padres ceden a sus presiones afectivas les habrán proporcionado la maquiavélica enseñanza de que el afecto es un arma poderosa para dominar a quien me quiere.
Si existe un hábito acentuado de mercantilismo afectivo cuesta más superarlo porque los hijos, al contar con experiencias anteriores de éxito, lo intentarán con más insistencia.
No obstante, la experiencia dice que si los padres perseveran, lograrán que se imponga el criterio correcto. Todos los niños, por muy tozudos que sean tienen un límite, aunque también es cierto que la paciencia de los padres también lo tiene. Paciencia y perseverancia porque vale la pena el esfuerzo de no transigir en los caprichos.
El requisito del amor
La afectividad se manifiesta en el amor, y el amor es la donación incondicional del yo al tú. Pues bien, no puede hacer una perfecta donación si no hay previamente una autoposesión. Nadie puede dar lo que no posee y para ser dueño de uno mismo (para ser libre) se requiere el desarrollo de la voluntad. La existencia de una afectividad madura es imposible sin una firmeza de la voluntad.
Esta intensa relación simplifica mucho la tarea educativa de los padres porque al tratar de educar la voluntad de sus hijos están también educando su afectividad.
El dolor acrisola la afectividad
Ya sea en primer plano o en segundo lugar, el sufrimiento y las contrariedades siempre nos acompañan. Por tanto, una buena educación afectiva no es la que procura llegar a un estado de perpetuo bienestar emocional, esto generaría la insatisfacción afectiva del hijo y la frustración educadora de los padres. Consiste en capacitar a los hijos para que acrecienten el amor cuando llega el dolor.
En la fiesta el sacrificio tiene un papel fundamental; sin sacrificio no puede haber auténtica fiesta. El anfitrión se entrega y renuncia para darse a sus invitados sin reservarse nada.
Hacer de la familia una fiesta
No proponemos convertir el hogar en una verbena, ni que aquello parezca «la casa de la pradera», en plan ideal y fenomenal. Se trata más bien de vivir cada día con optimismo a pesar de los sufrimientos y dificultades. Sabiendo disculpar y perdonar.
En la fiesta es cuestión clave que los padres se quieran mucho entre sí y que quieran mucho a sus hijos. Se comprueba continuamente cómo un ambiente familiar frío, desconfiado, o excesivamente rígido, puede hacer que los niños nunca lleguen a adquirir un sano equilibrio en su afectividad. Cuando a los hijos les faltan en su infancia y adolescencia modelos claros de lo que es el cariño, no aciertan a captarlo bien tampoco después.
Ideas para hacer de la familia una fiesta
– Los sentimientos son importantes, y muy humanos, porque intensifican las tendencias. El peligro que hoy tenemos respecto de ellos es un exceso en esta valoración positiva, el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como criterio para la acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama sentimentalismo, y es hoy corrientísimo, sobre todo en lo referente al amor.
– Mostrar el amor abiertamente y enseñar a los hijos a mostrar el cariño. Abrazar, decir «te quiero», etc. El padre tampoco ha de tener miedo de abrazar y decirle a sus hijos, tanto niñas como niños, palabras de ternura y cariño.
– Ver álbumes de fotos y contar anécdotas de la infancia de los padres, de los abuelos, u otros familiares, les ayudará a insertarse dentro de una familia, lo que proporciona seguridad y estabilidad de ánimo.
– Procurar en los hijos el hábito de agradecer, perdonar y pedir perdón, intentando que no se quede en un tratamiento meramente formal, en palabras huecas, sino que agradezcan de verdad y lo sientan cuando han de rectificar.
– No se quiere a las amigas y amigos por intereses personales (porque siempre tiene chucherías o por su balón de fútbol), se les quieres porque son nuestros amigos. Hay que ayudar a los hijos a que conozcan y traten mejor a sus amigos. Sugerirles iniciativas como pedir teléfonos, que inviten a sus amigos a casa, y facilitarles que puedan visitar a compañeros enfermos.
En la práctica
Una forma sencilla de compartir alegrías y resaltar lo positivo consiste en fomentar celebraciones en familia. Una superación en las notas, un arreglo terminado, un éxito profesional. No es un premio, simplemente estamos alegres y lo celebramos. Y no planteamos grandes montajes, de ordinario será un detalle sencillo pero especial; unos helados, un plan especial, un rato de diversión en familia, etc.
Luis Manuel Martínez, Doctor en Pedagogía y Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación, y autor de libro Y ahora… ¿los deberes? (Teconté)
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Más información en el libro:
Los 7 hábitos de las familias altamente efectivas, de Stephen Covey.