Vivimos en la era de la digitalización en la que a través de un teléfono móvil se puede realizar casi cualquier acción, desde hacer una reserva hasta pagar una multa o seguir una rutina de gimnasio. La presencia de Internet en los hogares es casi total en España y esto datos han aumentado con motivo del confinamiento y las medidas adoptadas de teletrabajo, por ejemplo.
En la mayoría de las empresas e instituciones activas en la actualidad existen plataformas que digitalizan las tareas propias de los trabajadores. Sería lógico pensar que esto supone una gran ventaja para los consumidores, quienes ahorrarían tiempo y recursos al realizar ciertas tareas de la vida diaria.
Sin embargo, a raíz del uso de las nuevas tecnologías surgen una serie de interrogantes. ¿Qué ocurre cuando en un hogar no se cuenta con los recursos materiales o económicos necesarios para la adquisición, mantenimiento y actualización de las nuevas tecnologías? ¿Qué ocurre cuando no están adaptadas correctamente a ciertos sectores de consumidores? ¿Y si los usuarios no están formados para hacer un uso adecuado y eficaz de la tecnología?.
Ciertamente las opciones que ofrecían las nuevas tecnologías han dejado de ser posibilidades o alternativas para convertirse en muchos casos en la única opción disponible. Con el paso de los años las tareas se han ido digitalizando, llegando a una transición mayor con el confinamiento global que supuso la primera oleada de COVID-19.
Durante el confinamiento muchas personas daban gracias a la existencia de Internet que podía mantenernos conectados, sin embargo otras muchas personas tuvieron que adaptar su forma de trabajar y de comunicarse a través de estas herramientas con las que no siempre estaban familiarizadas.
En estos momentos cobra mayor importancia el término tecnoestrés. Hace ya unas décadas el psiquiatra Craig Brod utilizó en 1984 por primera vez este término en su libro «Technostress: The Human Cost of the Computer Revolution». A partir de entonces se popularizó este término para describir el malestar que generaba a algunas personas el uso de las nuevas tecnologías en el puesto de trabajo.
Sin embargo, aunque bien acotado y muy útil por su carácter descriptivo, este término no deja de referirse a estrés. Estrés que surge cuando las demandas exteriores, las demandas del medio, superan o rebasan los recursos con los que cuenta la persona. Es decir, el estrés que puede producirse en una persona al intentar adaptarse al avance vertiginoso de las nuevas tecnologías y los cambios que suponen en su puesto de trabajo.
Esto puede provocar frustración, sentimientos de inutilidad o incapacidad, aversión o rechazo al propio puesto de trabajo, elevados niveles de ansiedad ante ciertas tareas como la realización de una videoconferencia o una presentación. Todo ello fruto de no poder cumplir los objetivos laborales eficazmente como se había hecho hasta el inicio de la digitalización del puesto de trabajo.
Por lo tanto, al hablar de tecnoestrés se deben tener en cuenta dos variables: las demandas externas y los recursos internos (y externos) con los que se cuenta para cubrir estas demandas. La demanda externa sería en este caso el proceso de digitalización de los puestos de trabajo, que lejos de estar al alcance de la persona es algo fijo con lo que hay que contar, algo imperativo, algo que no está en nuestra mano y a lo que nos toca adaptarnos. Lo que sí puede depender de nosotros mismos y está en nuestra mano es la cantidad de recursos internos y externos con los que contamos para hacer frente a las demandas del puesto de trabajo.
Lo cierto es que el contexto laboral entraña unas exigencias muy altas, esto es adaptación eficaz y rápida a los cambios necesarios para la consecución de los objetivos definidos, sin embargo todas las personas hemos sido principiantes alguna vez. Hacer algo por primera vez requiere interés, esfuerzo y constancia.
Para alimentar estos tres factores clave en el aprendizaje de cualquier tarea podría ser interesante tener muy presente los beneficios y ventajas que se obtendrán a partir de un buen manejo de las nuevas tecnologías. En ocasiones pesan tanto las dificultades que perdemos de vista por qué y para qué se implantan estos cambios, el hecho de que nosotros mismos también llegaremos a beneficiarnos de ellos.
Cuando se aprende algo por primera vez es conveniente establecer objetivos de menor a mayor complejidad. Uno mismo puede establecerse sus propias metas de manera paulatina, no siempre es posible aprender todo rápido y bien, sino que es más interesante ir aprendiendo a manejar diferentes herramientas poco a poco.
Evita hacer comparaciones inútiles. El compararse tiene que ir en pro de mejorar aprendiendo de la forma de trabajar, percibir el entorno o desenvolverse de los compañeros. Sin embargo, hay que evitar comparaciones con personas con las que no compartes ciertos aspectos, por ejemplo, no valdría de nada compararse con una persona de la generación millenial» si uno no está familiarizado con las nuevas tecnologías o no ha crecido rodeado de estas. Busca análogos con los que exista un apoyo mutuo para mejorar.
Cuando no sea posible afrontar las demandas, se puede pedir ayuda a los compañeros, buscar información y recursos en Internet, escribir pequeñas notas o recordatorios, etc. También ha de tenerse en cuenta que siempre es buen momento para aprender cosas nuevas. Si crees que puedes beneficiarte de formación más reglada como un curso de informática o de manejo de ciertas herramientas que se usan en tu entorno laboral, quizá sea el momento idóneo para lanzarse a ello.
Una persona puede seguir aprendiendo a lo largo del ciclo vital, precisamente las personas que menos familiarizadas se encuentran con ciertas tecnologías han sabido adaptarse en sus puestos de trabajo a los múltiples cambios que se han dado en las últimas décadas. El aprendizaje es un proceso que requiere tiempo y no está mal avanzar despacio si se pretende llegar lejos.
Beatriz Ostalé. Psicóloga en Centro Médico Complutense (Grupo Virtus)
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