Cualquiera que cuente los años por lustros, recordará los viajes en tren. Los había de dos tipos: los correos que paraban hasta en la última aldea y los expresos, que a pesar de su pomposo calificativo, asimilable a la preparación de un café, no superaban la media de los cuarenta kilómetros por hora. Recorrer trescientos kilómetros podía suponer diez horas. Nadie se inquietaba, uno a uno se acomodaban o desacomodaban en el departamento, hasta completar las ocho plazas, momento en el que se cerraban las puertas. Eran ocho individuos, que pasada una hora se convertía en un grupo; a las dos horas era una tertulia; y a las tres, terminaba por ser cuasi una familia, que había alcanzado el máximo nivel de confianza cuando uno de ellos apoyaba la cabeza sobre el hombro del otro, que permanecía impávido para que no se despertara.
TEXTO: ¿Cómo se lograba esa metamorfosis? Por la comunicación. La mayoría de ellos necesitaban hablar, contar a donde iban, y sobre todo cual era la finalidad del viaje. A partir de ahí, aparecían, a la luz mortecina y azulada del ambiente, las historias más pintorescas pues al no poder aligerar sus ropas por el frío de la noche desnudaban su corazón en busca de algo de calor.Una noche deliciosaTuve una sensación muy parecida la semana pasada al asistir a una boda. Estoy seguro que cualquiera de ustedes la ha sentido, pues no es la primera vez que me encuentro en parecidas circunstancias. Invitado por los padres de la novia que era amiga de mi hija desde los primeros años de colegio, sólo con ellos me unía esta relación. Como preveía, al buscar mi nombre en las listas de las mesas comprobé que no me sonaba ni uno de los apellidos de mis compañeros de cena. Al sentarme, no sin antes presentarnos, comprobé que sus caras tampoco me eran conocidas.Tengo que anticipar que fue una noche deliciosa. Las barreras de bambú se rompieron tan pronto comentamos el exquisito cuidado con que se había celebrado la ceremonia religiosa y lo guapa que estaba la novia. De ahí, sin solución de continuidad, recordaron algunos sus muchos ajetreos en la última boda de alguna de sus hijas, para desembocar, con la naturalidad de un afluente, en la presentación de toda su familia. Uno de los matrimonios tenía seis hijos, otro cuatro, cuatro el que seguía, y cinco los que anotaba este escribidor. No estábamos en la luna, ni en tercer mundo: noviembre 2001, Madrid. Hoy y ahora ésta era la composición de la mesa.El futuro de los hijos¿Cuál fue el monotema? No hace falta ser profeta: el futuro de los hijos. Una de las señoras comentaba sus «miedos». Tenía cuatro chicas y sólo una casada, que apareció por allí con claros síntomas de embarazo. Al poco apareció el marido, y en cuanto se alejaron comentó: éste es fenomenal, pero ¿qué me traerán las otras? Alguien terció que a él le preocupaban más las mujeres de sus hijos que los maridos de sus hijas, pues la familia la hacen ellas.Para reafirmar la conclusión, el futuro abuelo, tipo inteligente y de fluidez de expresión, comentó su experiencia. Vamos a poner las cosas en su sitio: mi mujer me eligió a mí, aunque durante mucho tiempo pensé que yo era el conquistador. Los maridos no tocan en la lotería. Desde que estábamos en la facultad, ella me observó y cuando contrastó que cumplía todos los requisitos, montó toda una sutil tela de araña donde cayó este afortunado mortal. Bendita la hora que tuvo esa ocurrencia, pero las cosas son así. Estos seis hijos son la prueba de que ella ha hecho las cosas muy bien, pues han salido estupendos. Alguien terció para comentar que las cosas no son siempre de color rosa pálido. Sin duda, contestó el ponente, hemos tenido y seguimos teniendo unas «broncas del patín». ¿Por qué?: porque hablamos mucho, porque nos contamos todo, porque nada hay impuesto sino acordado, porque aunque yo me crea más listo, por sacaba notas muy brillantes en la facultad, ella es más penetrante. Yo diría que nos lo pasamos «bomba» discutiendo.Una crónica costumbristaPodría contar mil detalles de una noche cuajada de experiencias, y de buen tono humano, entre ocho personas que dos horas antes no se conocían. La pregunta ya la tiene planteada el lector que no encuentra por ningún lado el «contraste» con el que encabeza la página. Ese viene ahora.Termina la cena y empieza el baile. Esta vez parece que los novios habían ensayado el vals y la novia era tan simpática que lo llenaba todo. El novio, como ya es proverbial en estas circunstancias, se siente Don Tancredo.Hasta aquí todo normal. A continuación empieza ya a sonar la música actual y el espectáculo me salta a los ojos, como digno de recogerse en una crónica costumbrista del comienzo del milenio. Los que bailábamos, o al menos nos movíamos, con la música moderna, éramos nosotros, que nos habíamos «agiornado», pues en nuestra época nos adormecíamos bajo los efluvios dulzones de Adamo. Nosotros sabíamos estar también hoy. Todos los chicos jóvenes, que no eran «yogurines», pues habían acabado hace tiempo la carrera, formaba una mancha negra y compacta, con sus flamantes chaqués, al lado de la barra. Las chicas, al ver que no levantaban especial atención en el otro género, bailaban por su cuenta al ritmo de aquella música que sin duda era un buen digestivo para bajar pronto la cena.Coger un «puntico»Ante tal espectáculo pregunté a una de mis hijas a qué respondía esa forma de actuar de los chicos, entonces, como quien lo tiene bien experimentado, me contestó: es que hasta que no han cogido un «puntico» en la barra no se deciden. Naturalmente, como no estaba dispuesto a esperar que los vapores del etílico hicieran su efecto, me vine a casa a dormir. Aquellos eran gente joven normal, pues a los padres los he procurado describir más arriba. ¿Qué les ocurre?, ¿no son capaces de mantener una conversación normal, aunque no tengan que remontarse a los efectos de las Guerras Médicas para la civilización de Occidente? ¿no saben divertirse? Se me puede decir que a su edad nosotros hacíamos lo mismo. No es cierto. Nosotros sabíamos estar antes y ahora. ¿Cómo les hemos educado? No lo sé. Habrá que esperar a ver si ellos son capaces de pasar una noche como la que pasamos los mayores, con el doble número de años.