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Comenzar la universidad: ¡un curso para volverse loco!

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¡Me estoy volviendo loco! Es la primera sensación que tienen los chic@s cuando ponen el primer pie en la Universidad. Y es que tanto su carácter, como su forma de estudiar sufren un cambio, dentro a su vez de un modelo cambiante marcado por la semipresencialidad en las aulas debido a las nuevas normas de la pandemia de coronavirus.

Atrás quedó el colegio, el Instituto, el pasar los apuntes a limpio, las tutorías, las horas de llegar pronto a casa. Ahora tienen ansias de libertad, de hacer lo que ellos quieren. Y la mayoría no caen en la cuenta de que hay que cambiar de método, administrar el tiempo, las salidas, las juergas y buscar el espíritu universitario adecuado. No pueden convertirse en jóvenes apáticos, cómodos, sin esfuerzo y adormilados. Tampoco pueden caer en los agobios, el pesimismo y la falta de motivación.

El primer curso universitario suele suponer todo un mundo de cambios para los jóvenes. Unos más maduros y responsables o con la lección bien aprendida a base de haber visto a otros chicos y chicas de su misma edad tambalearse en este primer año, aprietan el «acelerador desde el primer día» atentos incluso en las clases online a las que se han tenido que adaptar de forma acelerada. Otros, en cambio, desbordados por su nueva libertad (ya no hay profesores que les controlen) dejan pasar los meses del calendario pensando que a última hora serán capaces de llegar a todo.

La ilusión, en muchos casos, es grande. Hay proyectos de futuro, sueños fáciles de trazar en la imaginación, pero falta la destreza para afrontar un método distinto de estudio, una responsabilidad ante entidades que ya no se preocupan por ti «como en el cole», unos exámenes demasiado distanciados y un volumen de materia que, a quince días vista, siempre resulta excesivo. Muchos valoran los resultados equivocadamente: la Universidad ha exigido de modo injusto, «cuando he estudiado casi ocho o diez horas diarias» -los últimos quince días, claro-.

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Cambiar el hábito de estudio

Es una etapa de cambio. Si los hijos se resisten a darlo, la obligación de ese cambio les pasa por encima, arrollándoles. Resulta arduo hacerse cargo de las materias, de los horarios y del ritmo conveniente. Por lo general, conviene partir de la base de que se estudia poco. Chicos trabajadores, habituados a un ritmo en el colegio o en el Instituto, bajan la guardia ante la inmensidad de un panorama de tan largo recorrido. El hábito de estudio estaba demasiado sujeto al estilo colegial, y ahora se espera de ellos que lo acrecienten, eso sí, sin vigilancias, sin preguntas, sin control de asistencias. Además, ahora en medio de la pandemia, las faltas de asistencia no se penalizan. Jamás fue tan sencillo.

Un reducido colectivo sabe manejarse en esta selva. Ha sido alarmado por parientes o amigos, y se ha confeccionado un horario razonable, que viven con meticulosidad. De este grupo apenas vale la pena realizar algún comentario: irán bien. Tan solo conviene comprobar que no padecen alguna de las pestes tradicionales: estudiar de memoria, pasar a limpio apuntes…, en definitiva, lentitud. Cuando de diez folios pasen a ciento cincuenta por asignatura, sufrirán las consecuencias del agobio, con lo que ello conlleva de ansiedad, pesimismo, falta de motivación o complejos.

La Universidad exige de ordinario un cambio de método, y los más espabilados y trabajadores lo cogen al vuelo, adecuando el software mental a ese nuevo estilo de vida. Sin embargo es muy distinta la conducta de la mayoría, chicos y chicas buenos, por qué no. Valorarán el tiempo cuando les falte, no antes. Y ahora les sobra: disponen de 30, 40 horas por semana para colorear cada instante del color que apetezca, sin importarles que otros jóvenes de su misma edad, a cinco escasas horas de avión y en países con situaciones muy distintas, trabajen ocho, diez horas diarias para alimentar a sus familias, pues en la tribu ya poseen la consideración de hombres. 

Involucrarse y madurar

¿Por qué la Universidad va a suponer menos rendimiento, impidiendo que crezcan y maduren? Disponer de todas las tardes libres, e incluso de tres días completos a la semana no debería adormilar a nadie: ese tiempo libre no es tiempo discrecional, es tiempo de trabajo. Sin embargo, adormila. Muchos no acaban de salir de esa adolescencia pegajosa, y no hay nadie con la suficiente capacidad de motivación como para exigírselo: botellón, fiestas, 25 horas por semana para hacer con ellas lo que plazca. Resulta complicado liberarse de esa hipnosis: sus compañeros y amigos -los que mandan en realidad sobre él- viven igual, y no es plan aislarse e ir solo y autista por la vida.

En las chicas el fenómeno suele ser algo diferente: su madurez se produce antes, y basta comprobarlo con la lista de notas en los primeros parciales. No son más listas, simplemente espabilan antes: saben lo que quieren antes que los hombres. Y cuando éstos quieren darse cuenta, les llevan la delantera en el currículum. Es algo que sucede, y seguirá sucediendo, guste o no.

No se trata de comparar o provocar «sprints». Estudiar una carrera no lleva consigo adelantar a los demás, subir, destacar: el proyecto no se realiza en comparación con. El cultivo de un saber, a fondo, con talante universitario, no compara listas, se basta a sí mismo.

Espíritu universitario adecuado 

Esa llama de energía prende cuando el espíritu universitario es el adecuado. Y de ahí provienen los buenos intelectuales y casi todos los buenos profesionales universitarios. El buen universitario -no necesariamente en cuarto o quinto curso, sino antes- comienza a sentir inquietudes. No le basta un proyecto desnatado, fotocopia del que enarbolan los miles de estudiantes que le rodean: trabajar en algo que guste, disponer de una situación económica que permita casi todo lo soñado, casarse, vivir… y morir.

Al contrario: el mundo se le queda pequeño.Tan pequeño que necesita descubrir otros: tiene ideas, deseos de ayudar, de hacer algo grande. Siente pasión por las injusticias sociales, por el dolor de los países azotados, buscan soluciones: se siente capaz de aportar, y para ello pregunta, escucha, lee, viaja con proyectos de solidaridad o dedica varias horas semanales a ayudar en alguna institución.

Cambios de carácter

Su cabeza atraviesa un período importante de formación. Se ve mayor, y en realidad lo es. Piensa. Pero todavía tiene la mente en barbecho. Lo que se siembre, se cosecha poco después, en menos tiempo del que parece. En las carreras de Humanidades escucha durante cinco o seis horas diarias a profesores muy distintos. Profesores buenos, mediocres o malos. Profesores ilusionados, pesimistas, de vuelta o estimulantes. Muchos, con gran autoridad y poder de convicción.

Las ideas, las grandes ideas, se meten en la batidora, se agitan, se diseccionan. Saltan al ruedo las ideologías dominantes, con brillos muy distintos y atractivos: subjetivismo, incapacidad de alcanzar una verdad única, visión de las religiones como mitos caducos, individualismo, duda.

Las ideas madres inculcadas en el hogar van a verse expuestas a ráfagas de metralla y a cargas de profundidad: desde la cátedra o en los pasillos o en el bar de la facultad. Quien no sepa defenderlas, capitulará, manifestando el cambio públicamente o tal vez guardándolo en su interior.

Por otra parte, tanto cambio agita el estado de ánimo. ¿Alentar? Siempre. Pero animar no es sólo decir ¡ánimo!, es exigir, motivar, actuar. Y también charlar, a solas, para conocer con exactitud dónde está la realidad y cuáles son sus escollos.

Santiago Herráiz. Licenciado en Derecho y Orientador Familiar

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