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Cómo ser padres líderes

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Solemos confundir ser líder con ser jefe, perdemos de vista que el liderazgo se puede ejercer en cualquier circunstancia. Como padres de familia, necesitamos ser líderes en nuestros hogares para hacer crecer en el terreno moral y espiritual a nuestros hijos.

Explica Alexandre Havard, autor de Liderazgo virtuoso (Palabra, 2017), que los padres necesitamos crecer en nuestro propio liderazgo, aprender para poder enseñar.

La siguiente tarea es ayudar a los hijos a crecer en magnanimidad, porque la única grandeza es la espiritual. «Tenemos que enseñarles a mirar por encima de sus posibilidades». Y a no caer en un error muy habitual: la falsa modestia. Tenemos que saber hablar de sus talentos de manera natural, sin orgullo excesivo pero sin falsa modestia.

El perfil moral del líder

Mediante la práctica de las virtudes llegamos a poseer la madurez en todos sus aspectos: en nuestros juicios, en nuestras emociones, en nuestro comportamiento.
Poseemos madurez emocional cuando somos capaces de dominar nuestros instintos naturales y encauzar su energía hacia la realización de nuestra misión.

Poseemos madurez de comportamiento cuando nuestros pensamientos, nuestros juicios y nuestros sentimientos se reflejan fielmente en nuestras acciones; cuando no es necesario ‘interpretarnos’ y es patente que no llevamos una doble vida.

Los signos de la madurez son la confianza en uno mismo y la coherencia, la estabilidad psicológica, la alegría y el optimismo, la naturalidad, el sentido de la libertad y de la responsabilidad, la paz interior.

Los líderes tienen confianza en sí mismos. Esta confianza no es fruto del orgullo, sino del conocimiento propio. Los líderes son coherentes, lo que no quiere decir inflexibles: en los asuntos relativos a su misión saben cuándo hay que ceder y cuándo no.

El inmaduro, en cambio, careza de confianza en sí mismo porque no se conoce. Es incapaz de juzgarse objetivamente. Su orgullo es infantil y su humildad, falsa. Se compromete con demasiada facilidad, y tiene tendencia a exigir lo imposible. Siempre está dispuesto a discutir, y también a ceder a sus caprichos más banales. No sabe distinguir lo que es importante de lo que no lo es. Ante la novedad, su reacción es siempre superficial o emocional. Evita los compromisos efectivos y huye de las responsabilidades. El inmaduro tiene miedo de sí mismo y no acaba de encontrar su lugar en la sociedad.

La inmadurez lleva con frecuencia al escepticismo. Son muchos los que, en su juventud, alimentaron ambiciones nobles de liderazgo personal; soñaron con ser fuertes y valerosos, y con servir a toda la humanidad. Sin embargo, como sus valores no han producido virtud, no han logrado vencer su debilidad personal. Han renunciado rápidamente a sus sueños, se han vuelto escépticos hacia la naturaleza humana y se han refugiado en la comodidad material y en la indiferencia espiritual.

En cambio, una persona madura sabe que, por medio de la virtud, puede dominar sus debilidades y transformar sus sueños en realidad. Sabe que la madurez no viene de golpe, sino paso a paso. Tiene en cuenta las limitaciones propias de la naturaleza humana. Es optimista, positiva y paciente con ella misma y con los demás.

Alexandre Havard. Autor del libro Liderazgo virtuoso (Palabra, 2017)

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