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Educar en las emociones a los niños

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Educar en las emociones es educar también en la gestión de los sentimientos, no solo en las emociones ni principalmente en las emociones. Se ha ganado mucho con el reconocimiento de los sentimientos en el seno de las familias.

Todos los miembros expresan con mayor claridad lo que sienten y eso les hace vivir su propia experiencia vital sin problemas enquistados. Pero si no se aprende a manejar la fuerza de las emociones, no se habrá conseguido educar, sino, simplemente, se habrá enseñado a tomar una fotografía instantánea que no sirve de gran cosa unos días después.

Educar es formar en valores, educar es dirigir en el camino del aprendizaje académico, pero educar es, también, enseñar poco a poco a vivir las emociones que el día a día despierta en nosotros y nuestros hijos.

Educar en las emociones: de la emoción al emotivismo

Y en el siglo de los libros de autoayuda, corremos el riesgo de interpretar de manera incorrecta esta realidad: lo inteligente no es sucumbir ante toda emoción, sino saber escapar del emotivismo para tomar el camino de las buenas personas que son, esencialmente, felices.

Quizá un niño de dos años llore en ocasiones porque está cansado, pero cuando repite la escena con cinco años en medio de su cumpleaños o sabotea con siete años el de su mejor amigo, algo en su educación emocional se nos ha ido de las manos. Y la justificación de que «está cansado» no hace más que negar una realidad: no le hemos dado a ese niño las herramientas necesarias para gestionar sus propios sentimientos.

Una de las características por las que serán recordados los albores de este siglo XXI es la exaltación del emotivismo. Lo que se siente toma carta de naturaleza tal que ya no admite que se opere en sentido contrario. Hemos pasado de modelos educativos autoritarios en los que se negó la existencia de sentimiento alguno -daba igual acabar con la autoestima de un niño si en el camino había aprendido la lección, ya fuera académica o moral- al punto contrario, en el que solo parece ser válido aquello que se siente.

Las consecuencias del sentimentalismo

Pero ese sentimentalismo tiene consecuencias emocionales paralizantes. Y aplicado a la educación, corremos el riesgo de obtener nefastos resultados de los que vendrán grandes tempestades en el futuro. Si caemos en esa tentación de ‘libro de autoayuda’ que predica que hay que vivir en función de nuestra intuición y nuestro sentimiento y apartar de nosotros todo lo que nos hace sentir mal, es muy probable que acabemos criando niños extraordinariamente caprichosos que intuyen que es mejor jugar y alimentarse de golosinas y apartan de sí todo esfuerzo y toda disciplina porque les hace sentir mal.

Por eso, es tan importante que los padres centremos la atención en una verdadera educación en las emociones, una educación que no solo permita detectar al niño lo que siente, lo que le pasa, sino que le ayude a comprender cómo, con esos presupuestos por los que viene marcada su vida, puede tomar las riendas de su propio destino.

Para el psicólogo estadounidense C. Terry Warner, que acaba de publicar en español su reconocida obra Ataduras que liberan (Palabra) la clave de una buena formación emocional pasa por descubrir lo que sentimos y, acto seguido, evitar ese fenómeno de victimización que él llama «autotraición», es decir, justificar nuestra actitud negativa trasladando la culpa al otro.

Un ejemplo simplista pero que permite comprender este fenómeno es el de los padres que acaban justificando el mal comportamiento de su hijo por las llamadas de atención constantes del maestro, en lugar de hacer ver al hijo que el maestro le llama constantemente la atención por su mal comportamiento.

La empatía para mirar el corazón de los demás

El autoengaño, la autotraición a la que nos sometemos para tratar de justificar nuestros propios sentimientos no es fácil de detectar. Hay que estar extremadamente alerta para descubrirnos en el error. Por eso es tan importante educar a los hijos en la empatía, enseñarles a ponerse en la piel de los demás. Es lo que los estadounidenses llaman «salir de nuestra propia cajita», para mirar al mundo desde fuera.

Nosotros mismos tenemos que hacer el esfuerzo de ordenar nuestras emociones. Podemos caer en comportamientos inadecuados fruto de ese mismo autoengaño. Por ejemplo, si nos encolerizamos con una de esas decisiones de nuestros hijos en las que sabíamos que algo malo iba a pasar y generamos un problema aún mayor, justificaremos fácilmente nuestra cólera. Si mantenemos el control de ese sentimiento de ira y gestionamos bien la situación, es mucho más probable que consigamos el objetivo que perseguíamos.

Para el profesor Alberto Royo, autor de Contra la nueva educación (Plataforma Editorial), una parte de la pedagogía moderna, que ha centrado demasiado su atención en cómo se sienten los niños, ha hecho creer que no se les debe obligar a nada, que convencer es mejor que vencer. Desde su amplia experiencia como profesor de Secundaria, reconoce que lo ideal es un alumno motivado, pero que no es necesaria la motivación para que un alumno estudie. Quizá se motive más adelante. Quizá nunca se motive. E igualmente habrá estudiado.

Royo teme que el exceso de emotivismo, sumado a la negativa concepción que la sociedad actual tiene de conceptos como la disciplina, el esfuerzo o el sacrificio acaben por lastrar aún más el sistema educativo. «Queremos que todo sea lúdico, que sea divertido», explica Royo a Hacer Familia. Por eso hay tantas corrientes de opinión en contra de los deberes y de los exámenes. Pero «la burbuja luego se pincha, cuando esos niños llegan a la etapa adulta, y si no han ejercitado los hábitos necesarios», entonces quizá ya sea tarde.

María Solano

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