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La importancia de la rutina en la vida familiar

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Vuelta a la necesaria rutina

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¡Bendita rutina! Lo digo -bueno, lo escribo- totalmente en serio. Y sí, ya sé que me vais a llamar aguafiestas, pero no lo puedo evitar: necesito rutina en mi vida por la sencilla razón de que las vacaciones, aunque divertidas, son un verdadero caos y somos muchos los padres que, en voz baja, reconocemos la ilusión que nos hace la vuelta al cole.

De hecho, creo que una de las virtudes de la maternidad y la paternidad es que te enseña a valorar enormemente la vida cotidiana. Esa de la que hace pongamos X años, huíamos como la pólvora porque nuestra vida era lo que fluía lenta y pegajosamente entre los tiempos de ocio y esparcimiento.

Que nadie me malinterprete: no es que no me gusten las fiestas, las vacaciones y los planes de toda suerte y color en familia o sin familia. Me encantan y albergo inmejorables recuerdos de esos momentos. Adoro las macrofiestas familiares que se montan en las casas, me entusiasma tener un montón de niños al retortero pasándoselo en grande, me vuelven loca todas las tradiciones de esta época, desde las velas de la corona de Adviento hasta las castañas asadas o el roscón de Reyes empapado de chocolate.


El problema es que también adoro el orden y las Navidades son de todo menos ordenadas. Y lo del orden no es una manía ni una obsesión, sino un requerimiento imprescindible para una sana convivencia en el hogar. El orden es de muchos tipos y en todos ellos es bueno.


El primero es un orden físico, el más evidente. Vivimos muchos juntos en una casa tirando a pequeña. Tocamos a pocos metros cuadrados de vivienda y menos aún de armarios. Las fiestas son un desgaste monumental en este terreno. Primero porque quien más quien menos recibe algún regalo de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente que el día anterior no ocupaba un espacio con su volumen. Segundo porque como los niños están 24 horas al día en casa y no podemos restar las de colegio, desordenan mucho más. Claro, es normal, juegan. Pero desordenan. Y juegan, pero manchan. Y juegan, pero se ensucian. Así que esto es el caos elevado a la enésima potencia.

El segundo nivel de orden que ya estaba llevando fatal es el orden de los horarios. Es evidente que me hago mayor, porque no consigo entender cómo de joven fui capaz de mantenerme despierta hasta altas horas de la madrugada. Hoy a partir de las once parece que me quitan las pilas y mi máxima ilusión es irme a la cama cuanto antes. La mía, porque la de ellos parece muy diferente… El juego de mesa que acaban de estrenar, la película esa que tanto querían ver, el concurso televisivo apto para todos los públicos que algún alma despiadada ha programado hasta la madrugada… Esto es un no parar… Y me pregunto si seremos capaces de volver a ir al colegio y a trabajar en medio de semejante desbarajuste.

El tercer plano del orden es el mental. Y aquí es donde está montado el gran circo. Yo en mi casa he pensado en poner directamente una puerta automática, como las de las tiendas o los hoteles, porque aquí entran y salen hijos propios y ajenos con sorprendente celeridad. Tan pronto tengo doce a comer como tengo cero a cenar. Así no hay quien planifique una lista de la compra medianamente decente. Por las noches hago recuento porque no todo el mundo duerme aquí pero duermen más de los que solían: primos, amigos, vecinos… Total, un desastre.

Y a todas estas me pregunto: ¿cómo es posible que todos los días del «año ordinario», ese que está comprendido entre el inicio y el fin del calendario escolar, salgamos con casi total puntualidad de casa, desayunados, lavados y vestidos, para ir al colegio? Porque en fiestas no lo conseguimos jamás, y eso sin la presión del tic tac del reloj… Yo creo que el secreto es que la vida cotidiana, con sus repetitivas rutinas, es una delicia para la vida familiar.

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