Hace algunos años -antes de las «movidas» que ahora nos agitan? recogí una sentencia, de esas que se graban, para echar mano de ella muchas veces: la educación de los hijos empieza varios años antes del nacimiento de sus padres. Me ha aparecido en la cabeza, ahora que se habla tanto de la preparación de la gente joven antes de casarse. Ya me he encontrado a chicos y chicas bien intencionados, que te piden un libro, un prontuario donde aprender algo antes de iniciar la aventura. Suele tener una buena intención por toneladas y algo se les puede ofrecer, si antes se le han hecho algunas advertencias.
Pongo un ejemplo. Mira cómo se comporta tu novio, para advertir que es auténtico. Otro viejo aforismo nos recuerda que las mujeres nos conquistáis por los ojos, por vuestro «palmito exterior»; mientras nosotros envolvemos a las mujeres por nuestras palabras. Por ello hay que mirar el modo de actuar de los chicos, antes que su retórica. ¡Hechos, hechos! Son los que cuentan para saber a quién tenemos delante. Un buen termómetro es observar cómo trata a sus padres, hermanos, amigos y compañeros.
Sigue habiendo gente sensata que tiene como referencia a su propia familia. Una poesía muy conocida la refleja nada más empezar: Yo aprendí en el hogar en que se funda/ la dicha más perfecta,/ y para hacer la mía,/ y quise yo ser como padre era,/ y busqué una mujer como mi madre/ entre las hijas de mi hidalga tierra.
En un lenguaje más burlón, tengo un amigo que me recuerda con frecuencia: «¡Convéncete, los chinos se tienen que casar con las chinas!», refiriéndose a la analogía de cultura y de educación.
No estoy hablando de 5.000 años atrás. Apenas hace un mes que un amigo se desahogaba conmigo, hablando de las novias de sus nietos. Tiene tres varones y todos han ido a cenar con sus «respectivas» y se han alargado hasta las dos de la madrugada. Que me traigan a casa a sus novias ya es un buen síntoma, pues piensa que esa chica puede encontrarse a gusto en el ambiente. Apostillaba que ya habían pasado por su casa cuatro novias, pues una de las parejas embarrancó. No se trataba de escuchar moralinas de viejecitos, pues hablaban de mil temas variados, y cuando sus nietos le llamaban para escuchar su parecer, no ponía pegas a ninguna de ellas. Es más, solía allanarlas si alguno las ponía.
De ninguna manera pienso que los hijos han de hacer una fotocopia de su familia. Por referirme a un tema muy trivial, recuerdo que la primera Nochebuena que pasamos solos mi mujer y yo y tuvimos que hacer el menú, al comparar vimos que en su casa y la mía había sido el mismo durante años. «¡He aquí la gran ocasión de cambiar y hacer lo que nos dé la gana!», pensamos.
Volvamos al principio. La preparación del matrimonio no se resuelve con cuatro vaguedades. En la maleta para el viaje de novios han de ir los mimbres esenciales que se han introducido a lo largo de la vida. Sorpresas las mínimas. Ya se encargará la vida de proporcionárnoslas, desde el primer día.
Ya no digo nada de las parejas que defienden la teoría de vivir juntos para probar si congenian. Aspectos morales aparte, pues no son de mi incumbencia, el más elemental sentido común resalta que, al faltar el compromiso serio de vivir juntos toda la vida, ha cambiado el argumento en su propia raíz y se están haciendo «experimentos con gaseosa». Por si fuera poco, una serena reflexión demuestra que a lo largo de la vida matrimonial hay tal variedad de circunstancias, que no se pueden prever jamás con «probatinas». Un hombre y una mujer son dos seres vivos que cada día cambian no solo sus células, sino todo su ser, zarandeado por mil avatares ignorados.
Para poner en serio las cosas hay que ir al matrimonio con la determinada determinación de quererse, aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente* Eso es el amor, lo demás son sentimentalismos baratos que acaban con el alma desencantada.