Es increíble la cantidad de padres que se piensan realmente que las habilidades deportivas de sus retoños esconden a un Cristiano Ronaldo, a un Pau Gasol o a un Rafa Nadal. Todos quieren una estrella en la familia. Que nadie piense mal: no se trata de una utilización torticera de los menores en beneficio propio, que no queremos acabar como Maradona. Es ‘por su bien’.
En realidad, lo más probable es que este deseo esconda algo atávico, rarito… un sueño no satisfecho en la infancia, una ilusión proyectada en sus hijos. Además, ya sabemos cómo somos… cada uno de nosotros lleva dentro de sí un entrenador, un seleccionador nacional. Y cuando ‘disfrutamos’ del deporte, no podemos evitar opinar porque nosotros siempre, siempre, siempre, lo habríamos hecho mejor.
Para colmo, son padres que mantienen un discurso esquizofrénico: les dicen a los niños el recurso de ‘manual’ y no se cansan de repetirles que «lo importante es participar», pero cuando se transforman en energúmenos en cada competición, partido, exhibición o torneo, ahí parece que ya solo importa ganar, y que tenían que esforzarse más, y que todo vale, incluso descalificar al contrario.
La ética salta por los aires y se impone el culto al triunfo que no suele conducir a nada bueno.
Si eso cala en los niños, mal asunto. He visto a algunos enfadados hasta el extremo porque el gol no entró en la portería de fútbol, llorando amargamente porque no salió la disciplina de barra o montando una gresca de película de terror al resto del equipo después de perder un balón. Siembra viento y recogerás tempestades.
Son esos padres que gritan desde la banda de los campos de fútbol y de baloncesto, desde los límites de la cancha de tensis y desde el borde del almohadillado tatami. Son padres que se han convertido en expertos en el deporte que practican sus hijos, padres que han pasado de no ver jamás la gimnasia rítmica a seguir de cerca el último duelo crucial entre Ucrania y Kazajastán.
Son padres expertos en equipación, dispuestos a dejarse el dinero que no tienen en unas zapatillas mejores para sus retoños. Como si el fútbol dependiera de eso. Como si a Pelé no lo hubieran descubierto descalzo.
Gritan sin parar. Pero no gritan consignas para animar al equipo, gritan de manera desmedida qué es lo que tienen que hacer sus hijos, gritan también a los hijos de los demás, al entrenador y a los hijos del equipo rival. Gritan tanto que gritan más que el propio entrenador. Gritan y vociferan tratando de superar el tono de voz, gritón y vociferante también, de los otros padres.
Y lo peor, claro, es la vergüenza ajena que pasan los hijos, que no son tontos y se dan cuenta de todo. Que tienen que escuchar a sus amigos cómo critican a ese padre de la banda que juega a ser el entrenador que no es.
El problema que subyace no es solo el dantesco espectáculo. Lo malo es que los hijos con ‘padres entrenadores’ se pierden lo mejor de su actividad deportiva. Y lo mejor consiste en disfrutar de lo que hacen mientras que, casi sin darse cuenta, están aprendiendo a esforzarse, a seguir más allá de sus límites, a compartir con los demás, a crear equipo, a obedecer al entrenador, a respetar al árbitro, en fin, a jugar, que era de lo que se trataba.
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