Lo de las extraescolares es un mundo aparte. Comentábamos el otro día varias madres que esto, en nuestra infancia, no era ni así ni parecido. Pero claro, nuestras santas no tenían que hacer el pino con las orejas para recogernos a la salida del colegio y eso de la ‘conciliación’ era una palabra todavía inexistente.
En general, los padres tampoco andaban obsesionados con enseñarnos tres deportes y cuatro idiomas diferentes. Además del precario inglés del colegio, impartido por una simpática señora de Cuenca que se licenció, allá por la época de Franco, en Filología francesa -así nos luce el pelo-, algún padre muy ‘moderno’ apuntaba a sus hijos a una academia donde una profesora de Sepúlveda, pero esta vez con Filología inglesa, cebaba a sus alumnos a gramática y, ‘from time to time’ ponía en un antiguo ‘radiocassette’ una chisporroteante cinta para escuchar a algún nativo de voz engolada.
Ahora lo que se estila es ser una ‘madre tigre’. Es esa que lleva varias agendas paralelas, todas sin un solo hueco disponible: la suya y la de sus hijos a los que, bajo el amparo de la socorrida frase de que lo único que les va a dejar en la vida es su educación, ha decidido sepultarlos bajo toneladas de educación de dudosa validez.
Porque esa madre está muy leída y es muy moderna. Y como sabe que el ajedrez es bueno para agudizar el ingenio matemático, apunta a sus hijos. Y como ha leído en el periódico que la economía estará dominada por China en unos años, a clases de mandarín que los apunta. Y como ha leído que es importante dominar cuerpo y mente, les toca un centenario y desconocido tipo de judo. Y como es bueno que tengan un deporte de equipo, están en el de fútbol aunque ni les gusta ni dan pie con bola. Y como quiere generar en ellos una sana ambición, también hacen tenis. Para el golf es pronto, pero todo se andará. Y como ella no pudo estudiar piano y es su sueño frustrado, pues solfeo y piano entre rato y rato, porque lo más importante es no perder el tiempo para que el mundo moderno no se nos eche encima.
Estos niños son dignos de toda nuestra compasión. El primer motivo es evidente: carecen de uno de los elementos más importantes para su correcto desarrollo: tiempo libre. Su vida es como una permanente carrera de obstáculos en la que no cabe ni un minuto para la improvisación y menos aún para el juego. Pero es que el juego -que supone estar con amigos- y la improvisación -que pone en marcha la imaginación- son mucho más necesario que el mandarín.
El segundo motivo quizá parece menos obvio pero los expertos en educación se empiezan a dar cuenta de que este tipo de niños está muy bien preparado en el terreno académico, pero prácticamente no tiene destrezas para la vida cotidiana. Son niños que saben decir zapato en cinco idiomas distintos, pero no saben atárselos. Aunque pueden memorizar grandes listados de palabras y están acostumbrados a pasar muchas horas trabajando, no son capaces de aceptar las reglas del juego que acaba de crear un grupo de amigos.
El tercero es muy grave y los ‘padres tigre‘ no son conscientes. Con su mejor voluntad, están creando niños prodigio cuya autoestima se basa en su superioridad en aquellos terrenos que dominan a la perfección. Pero en realidad suelen presentar problemas de baja autoestima -disimulada con un exceso de soberbia- en cualquier área que les resulte desconocida. Porque se mueven como pez en el agua por los inmensos océanos de extraescolares a las que sus padres les han apuntado, pero no saben qué hacer en una simpática y cómoda pecera para la que no fueron adiestrados.
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