Los hijos son el espejo en el que los padres nos vemos reflejados: en lo bueno y en lo malo. Eso es lo que me pasó cuando, hace un tiempo, mis hijas jugaban a las muñecas y ejercían de mamás imaginarias. Las estaba escuchando desde la distancia y no hacían más que repetir: «¡¡¡¡Venga, vamos, vamos, venga, que llegamos tarde!!!!» Pido disculpas por la reiteración de signos de exclamación pero quiero hacer hincapié en el tono histérico, casi chillido, con el que mis hijas espetaban a sus muñecas que llegaban tarde al imaginario colegio.
Como las niñas pequeñas no suelen saber demasiado de puntualidad, deduje que aquello no era más que una copia perfecta de lo que, mañana tras mañana, oían a su gritona madre. Hice un profundo examen de conciencia que me sirvió para darme cuenta de lo #MalaMadre que soy, mejorar un par de días y volver a caer en el error del «¡¡¡Venga, vamos!!!» Pero no hay que desesperar, todos los días podemos volver a empezar y alguno, no sé cuándo, conseguiremos salir de casa pulcros, puntuales y sin gritarnos los unos a los otros.
Lo de la puntualidad es un reto porque es de esas normas de conducta que se repiten permanentemente a lo largo del día y todos los días del año. Hay que llegar puntuales a miles de sitios después de haber terminado puntuales miles de tareas y no parece cosa sencilla. Como vivimos estresados hasta la náusea, andamos cortos de previsión. La respuesta más lógica para evitar los gritos ante la falta de puntualidad es «hazlo con más tiempo». ¡Venga ya!, ¿En serio? ¿Con más tiempo? ¡Pero si ya es milagroso que lo logre con el tiempo disponible que tengo!
Porque nuestros problemas con el «Venga, vamos» mañanero no suelen ser ni por falta de voluntad ni por exceso de pereza, sino más bien por un cúmulo de circunstancias que van, desde las contrariedades sobrevenidas -esa taza de leche que voló en el desayuno- hasta las imprevisiones nocturnas -esa mochila que se quedó a medio preparar, los ‘zapatos fantasma’ que andan sin pies dentro «porque yo los dejé ahí, te lo juro, mamá»- pero nunca era nuestra voluntad llegar tarde.
De hecho, la prueba más evidente de que hemos intentado ser puntuales es que no solemos llegar una hora tarde, sino unos minutos tarde. Cuando es una hora tarde, casi ni nos importa porque podemos esgrimir sin rubor alguno una causa a todas luces justificada: se rompió una tubería y se nos inundó la cocina o se nos ha pinchado la rueda del coche. Esos días «molan» porque aunque lleguemos tarde no nos sentimos mal.
Los malos son los otros, los que sabemos que habrían tenido solución. Y el problema es que no nos damos cuenta del efecto educativo que tiene este proceso en nuestros hijos. En primer lugar, el ejemplo está funcionando regular tirando a mal, porque si los padres exclamamos sistemáticamente «¿Por qué nunca conseguimos salir puntuales? ¿Por qué siempre llegamos tarde?», es que «siempre» hacemos lo mismo mal y «nunca» conseguimos corregirlo.
Para colmo, estamos generando un vínculo muy negativo entre ser puntual y ser feliz. Porque parece que la puntualidad está solo compuesta de gritos y malas caras. Así cualquiera se anima a ser puntual…
Para que a nuestros hijos les apetezca esforzarse en ser puntual, la puntualidad tendría que ser algo agradable con banda sonora de pajaritos cantarines y un diálogo tan inverosímil como posible: «¡Qué alegría que hoy también te hayas lavado los dientes y peinado como un niño mayor con tiempo suficiente para ponerte el abrigo y no olvidar la mochila!» Vale, suena un poco irreal, pero si tres o cuatro días seguidos conseguimos ganarle los diez minutos al reloj que nos faltan, habremos logrado ser puntuales sin prisas y transmitirles una virtud que les quedará para toda la vida, la de no hacer esperar a los demás.
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