«Hay que dejarlos crecer». Este eslogan de un anuncio en defensa de los peces más pequeños, se podría aplicar también a los niños en una sociedad ambivalente que los convierte en mayores para algunas cosas -como las nuevas tecnologías o la moda- y, sin embargo, los mantiene atrapados en la infancia para otras mucho más importantes, aquellas que fraguan su madurez y su autoestima, su resiliencia y la conformación de su personalidad.
Un error bastante frecuente de muchos padres es pretender prolongar la infancia de los hijos más allá de lo debido, impidiéndoles con ello que aprendan a asumir responsabilidades. Algunos padres consideran que su hijo nunca es suficientemente mayor: le ayudan constantemente, le vigilan, le dicen lo que debe hacer…
El riesgo de prolongar la infancia de los hijos
También hay muchos padres que tienen una postura ambivalente: por una parte sobreprotegen a los hijos resolviéndoles todos los problemas y haciendo todas las cosas por ellos, y por otra les dejan expuestos, sin protección, y sin estar preparados para ello, a los peligros del ambiente: Internet, la televisión, los horarios nocturnos…
Un niño de ocho años hoy sabe mucho sobre sexo y ha visto muchas escenas que no debería ver, no obstante es posible que a esta edad siga creyendo en los Reyes Magos.
Los padres deben tener en cuenta que un niño no nace responsable o irresponsable. La responsabilidad no es una virtud que se adquiera de forma espontánea con la edad. Hay que aprender a ser responsable. Desde muy pequeños debemos acostumbrar a nuestros hijos a hacer las cosas por sí mismos y a que sean autónomos en todo aquello que razonablemente puedan hacer por sí solos. Y, a medida que van creciendo, proporcionar al niño un ambiente en el que se le permita tomar decisiones.
No hay responsabilidad sin libertad. Los padres no deben limitarse a decir a sus hijos lo que deben hacer sino ayudarles a tomar sus propias decisiones poniéndoles frente a sus responsabilidades.
A su lado cuando se equivoquen
Debemos demostrar a nuestros hijos que confiamos en ellos, que sabemos que son capaces de cumplir y que esperamos lo mejor de ellos. También que no pasa nada por que se equivoquen, se aprende mucho de los errores. Debemos animarles a que intenten aquellas cosas de las que creemos que son capaces, sin hacerlas por ellos ni sustituirles, sabiendo que si fallan no van a perder nuestro cariño y afecto, y que estaremos ahí para darles apoyo cuando se equivoquen.
Todos los niños nacen deseando ser amados y aceptados por sus padres y por los demás: tienen una necesidad innata de consideración positiva. No obstante, la consideración positiva de los padres a menudo depende del comportamiento y de los éxitos del niño: «muéstrame que eres un buen niño y obtén buenas notas» o «me gustaría que ganaras el partido de tenis».
Para que un niño tenga un desarrollo adecuado, es importante que la consideración positiva sea incondicional: que los padres y adultos significativos acepten al niño sin condiciones, comunicando que le quieren y valoran por sí mismo y no por lo bien o mal que haga las cosas. De esta forma, los niños aprenden a aceptar las experiencias negativas y las equivocaciones en lugar de negarlas. Aprenden a aceptarse a sí mismos, con sus debilidades y defectos, desarrollando una autoconsideración positiva incondicional: se aceptan como son, confían en sí mismos, siguen sus propios intereses y comienzan a adoptar las características de una persona responsable.
El periodo sensitivo de la responsabilidad
La mejor edad para desarrollar la responsabilidad es entre los siete y los doce años, ya que a esta edad tienen lugar una serie de periodos sensitivos que facilitan el aprendizaje de esta virtud: el deseo de quedar bien, el afán de superación, el deseo de ayudar, el desarrollo de la conciencia moral… Un niño que a estas edades ha aprendido a ser responsable estará más preparado para afrontar la crisis que supone la pubertad y la adolescencia.
Además, en torno a los siete años se produce un desarrollo progresivo de la conciencia moral. A partir de esta edad se vuelven capaces de sopesar y analizar los motivos y las consecuencias de sus acciones, de descubrir lo que está bien y lo que está mal. Debemos aprovechar esta etapa para formar su conciencia en un ambiente de cariño pero también de disciplina y exigencia. De esta forma, estaremos favoreciendo el desarrollo de la personalidad.
No obstante, se puede empezar mucho antes asignándole encargos o responsabilidades y supervisando y elogiando su cumplimiento. Tener un encargo a los seis años hace posible que a los quince consideren lógico el colaborar en casa. Si, por el contrario, esperamos a que sea mayor para exigirle, cuando llegue a la adolescencia será mucho más difícil.
Los límites a la libertad
El equilibrio es complicado puesto que, junto a la libertad y la responsabilidad, los padres deben mantener la tutela de los hijos. Los hijos, con la edad que sea (aunque tengan 28) deben tener claro que, mientras vivan bajo nuestro techo, deben respetar las normas y la autoridad de los padres y consultarnos aquellas decisiones importantes que puedan afectar a la familia.
En el caso de los preadolescentes, tendremos que ayudarles a descubrir que la verdadera personalidad se demuestra sabiendo ser responsable, sabiendo decir que no. Ayudarles a comprender que la libertad va unida a la responsabilidad y que debe calibrar las consecuencias de sus acciones, y consultarnos en caso de duda, antes de emprenderlas.
Dra. Teresa Artola González. Profesora Centro Universitario Villanueva
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