Reconozcámoslo: le tenemos miedo al tiempo libre. Se parece mucho al horror vacui en el arte. Nos da la impresión de que si durante un rato no tenemos nada que hacer, no estamos siendo productivos y la improductividad nos parece el peor de los caminos. Pero en muchas ocasiones, ese no tener nada que hacer es el mejor camino para tomar impulso y llegar más lejos porque el aburrimiento fomenta el pensamiento y el pensamiento, las grandes ideas.
El problema viene cuando se trata de nuestros hijos, pequeños o mayores, porque para este caso da igual: «aburrimiento, pensamiento, grandes ideas» es un trinomio que suena enriquecedor, pero si observamos con detenimiento esta peculiar ecuación, nos daremos cuenta de que «grandes ideas» solo define la magnitud de lo imaginado, no nos habla de su bondad o de su maldad. Por eso, en realidad no queremos que nuestros hijos se aburran no tanto por el hecho en sí de que no se aburran, sino porque nos asusta enormemente que, al aburrirse, se les ocurra una terrible idea de bombero.
Por eso, sin darnos cuenta, cuando se aburren justificamos que acudan de inmediato al primer dispositivo digital que tengan entre manos, o que se enchufen un rato largo a una tele que, si bien no es mala, es casi siempre intrascendente. En esta sociedad moderna, el miedo al aburrimiento deja a nuestros hijos en las peligrosas manos de las niñeras digitales y audiovisuales que llegan en forma de vídeos de Youtube, series de Netflix, fotos en Instagram y mensajes de WhatsApp en cantidades industriales.
El verdadero sentido del aburrimiento necesita de un aburrimiento real, no de un ‘pasatiempos’ digital. Solo entonces su cerebro se pondrá a funcionar. Por eso es tan bueno el tiempo libre que genera juego libre. Pero un tiempo libre limitado, porque si está limitado limitaremos también la llegada de malas ideas y fomentaremos la de buenas.
¿Qué conseguimos con este tiempo de juego libre? Si están solos, lograremos potenciar su creatividad e imaginación. El juego autónomo mejora la independencia de los niños y les ayuda a gestionar de manera correcta su apego. Con todo esto se está favoreciendo su autocontrol porque son capaces de adaptarse a una situación que no es la mejor.
En el caso de niños y adolescentes rodeados de otros, el juego libre permitirá el desarrollo de destrezas emocionales con un éxito mucho mayor que el que se consigue trabajando estos conceptos en el aula. En la relación libre con otros, en la que tienen que proponer planes, escuchar a los demás, alcanzar un consenso, establecer reglas de funcionamiento, gestionar su cumplimiento, se ponen en juego competencias que serán indispensables el resto de su vida.
¿Debemos intervenir si llegan a un punto de difícil resolución? Mi apuestas es que, en la medida de lo posible, salvo para evitar que «la sangre llegue al río», lo mejor es no intervenir. Creo que de esta manera aprenden a resolver sus propios conflictos.
En educación, se hace mucho hincapié en la importancia del buen ejemplo de los padres, pero también tiene una trascendencia educativa clave el mal ejemplo de otros, que les permite escarmentar en cabeza ajena.
Porque cuando participan en juego libre, suelen adquirir un mayor pensamiento crítico que les ayude a discernir lo que está bien y lo que está mal, quién se porta bien y quién mal. Así que, aunque no debemos intervenir en su juego, sí tenemos que esforzarnos por saber qué han sacado en limpio de ese tiempo compartido en el que se va fraguando su verdadera personalidad.
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