¡Menuda gracia! Eso mismo cavilaba en mi interior el pasado Domingo de Ramos después que, una vez más, el test de embarazo anunciaba que un nuevo hijo se nos había dado: otra vez náuseas, malestar, ahogos y revisiones, ecografías e ingresos hospitalarios para mi mujer; y después, llantos, pañales, carros, cunas, noches en vela….
¡Menuda gracia! Una vez recuperado del inicial estado de shock, mi cabeza comenzó a razonar y a entablar un agitado diálogo interior pidiendo respuestas que vinieran de lo alto.
¿Por qué un hijo más? ¿No era ya suficiente con 8? ¿No ves que pasamos ya de los 40 años y mereceríamos empezar a disfrutar un poco de la vida? ¿Dónde vamos a acomodar a un hijo más si apenas tenemos espacio en la casa para los que estamos? ¿Y la furgoneta? Si somos once, dos de nuestros hijos ya no podrán desplazarse con toda la familia. Tendremos que comprar otro coche pero… ¿con qué dinero?
Y el planchar…; si ya estamos ahogados ahora, definitivamente vamos a explotar. ¿Y las chanzas del vecindario? ¿Y de los padres del colegio? Acudirán de nuevo a los clásicos comentarios supuestamente ingeniosos: no tenéis tele ¿verdad?; ya tenéis el equipo de fútbol. ¿Y la salud de mi esposa, las nauseas y la falta de sueño? En definitiva, concluí, ¡menuda gracia!
Podría seguir detallando, uno tras otro, diferentes pensamientos negativos que nublaban mi visión y presentaban delante de mí una noche cerrada, oscura, sin luz a la que poder aferrarme para buscar una salida. Sin embargo, pasados unos días, como si de una gripe se tratara, mis defensas comenzaron a mantener a raya a este virus de la ingratitud que nos embestía sin piedad. Y así, recordé lo que decía Pablo VI en la Humanae Vitae: «transmitir la vida humana ha sido siempre para los esposos fuente de grandes alegrías aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias».
Hablemos ahora en verdad. ¿Por qué un hijo más? Y ¿por qué no? Ciertamente tener un hijo es una responsabilidad pero no lo es menos dejar de tenerlo. ¿Este acontecimiento nos impide disfrutar de la vida? Rotundamente, no. Creo que he disfrutado de la vida estos últimos 20 años mucho más de lo que jamás hubiera imaginado. La clave es definir el significado de «disfrutar de la vida». Si por ello entendemos, vivir pensando en ti, dándote gusto en todo, sin preocuparte de nada, ciertamente con tantos hijos resulta imposible este tipo de disfrute porque es complicado encontrar un minuto al día para dedicarlo a tu ocio personal.
Mi experiencia me demuestra que existe una verdad categórica expresada por Cristo en estos términos; quien busca en este mundo su vida, la pierde; y al contrario, el que pierde su vida por Él la encuentra. Y así ha sucedido, en nuestro caso, tras el nacimiento de cada hijo; perdiendo nuestra vida, toda ella va cobrando sentido, despreciando nuestra comodidad, nos sentimos cada vez más cómodos. Sintiéndonos ahogados, respiramos día a día mejor. Casi sin tiempo para hablar entre nosotros, cada vez nos comunicamos con mayor claridad. Decía el Concilio que el hombre «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo». Esto podría parecer una contradicción, pero no lo es en absoluto. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana de la que mi esposa y yo somos testigos.
Por otra parte, el hombre anhela disfrutar de la vida soñando grandes experiencias, maravillosos acontecimientos, intrépidas aventuras, pasionales romances. Y, habitualmente, se topa de manera cruel con la tozuda realidad que le enseña una y otra vez que la verdadera alegría no procede del disfrute de experiencias que nacen de fuera del corazón del hombre; al contrario, es en nuestro interior donde se debaten nuestras alegrías y nuestras insatisfacciones.
Por lo demás ¿a quién se le ocurre mayor aventura que sacar adelante a una familia con 9 hijos? ¿Ser en una única vida, confesor, profesor, psicólogo, médico, abogado, guerrillero, gerente y banquero? ¿Alguien quiere probar sensaciones fuertes, aventuras jamás vistas? Le invito a que contemple un día cualquiera en nuestra vida. Disneyland se me presenta aburrida en comparación con «Gavínland».
Decía San Juan Pablo II que «la familia es para los creyentes una experiencia de camino, una aventura rica en sorpresas, pero abierta sobre todo a la gran sorpresa de Dios, que viene siempre de modo nuevo a nuestra vida».
Y por último, tal vez lo más importante. ¡Cuánto amo a mi esposa! ¡Cuánto la admiro! ¡Cómo me sigue enamorando cada día la madre de mis hijos! ¡Qué comunión extraordinaria sentimos al abordar las batallas diarias! ¡Qué regalo contemplar a cada hijo como fruto de nuestro amor, siendo ellos parte de ella y parte mía sin diferenciación. ¡Qué satisfacción ser, de hecho, una sola carne! Mientras a nuestro alrededor se descomponen matrimonios que, aparentemente, tienen todo lo que el mundo considera necesario para ser felices, sin embargo, terminan disolviendo, impotentes, el proyecto que, ilusionados, un día habían comenzado.
Creo que no hay mayor condena para el hombre que vivir para sí mismo. Los hijos son una ayuda fantástica para dejar de contemplar nuestro ombligo y levantar los ojos a los montes preguntando de dónde me vendrá el auxilio para sentir, a continuación, que el consuelo viene de aquél que hizo el cielo y la tierra. (Sal. 120)
Solo me resta arrodillarme y contemplar con devoción este gran misterio que es la familia.
Y exclamar con alegría y júbilo la expresión con la que comenzaba este artículo; pero ahora, se entenderá que, siendo las mismas palabras, su significado en nada coincide con el primero: un nuevo hijo ¡¡¡¡Menuda gracia!!!!
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