Mis tres primeros hijos son varones de 17, 15 y 14 años. Los dos mayores ya han alcanzado mis 180 cm. de altura. En estos dos o tres últimos años sus brazos y sus piernas se han estirado de tal forma que, al observarlos, parece como si fueran actores de cinemascope. Sus voces, antes agudas, se han agravado hasta el extremo.
El tiempo dedicado al acicalado personal, especialmente el peinado, asimismo se ha incrementado de forma exponencial; combinan frecuentemente, además de sus propias manos, peines, espumas y gominas hasta satisfacer frente al espejo sus anhelos de belleza según marcan las tendencias reinantes.
Aunque, por el momento, no esquivan los gestos de cariño hacia nosotros, sus padres, no resulta infrecuente observar en ellos ciertos desaires en relación a nuestra vestimenta, nuestro sentido del humor, nuestra forma de dirigirnos a sus amigos o sobre cualquier comentario que hacemos y que les parece inapropiado.
Ante tal panorama podría cundir en nosotros el desánimo y la preocupación sobre todo al volver la vista atrás y recordar que estos tres hijos, hace bien poco tiempo, no tenían más universo que el de papá y mamá.
Cuando alguien se dirige a nosotros y nos observa rodeados de pequeñuelos, es corriente escuchar frases del tipo: «aprovechad ahora que son pequeños; luego crecen y no querrán saber nada de ti». Me niego, sin embargo, a aceptar esta sentencia.
Es cierto que existen momentos en los que no resultan simpáticos sus gestos ni afables sus palabras. Pero tampoco esta circunstancia es exclusiva de esta edad. Yo al menos, para disgusto mío, me acuso de comportamientos de este tipo con más frecuencia de la que me gustaría.
Por otra parte, resulta fascinante acompañarles en el breve viaje hacia la vida adulta. Los desplantes, las subidas de tono o las asperezas hacia nosotros, intuyo que no son sino parte de su instintiva estrategia para emerger del nido paterno e introducirse en un nuevo escenario, más allá de la atmósfera familiar.
Además, el hecho de que nuestros tres adolescentes tengan por detrás cinco hermanos menores, facilita que los quinceañeros asuman nuevos roles dentro de la familia. Pondré un ejemplo. Uno de estos tres mosqueteros reivindicaba su derecho a acostarse más tarde que sus hermanos pequeños y ver en el ordenador una película. La respuesta que me vino rápido a la cabeza fue clara. Me parece bien; podéis retrasar vuestra hora de marchar a dormir. Pero, antes de ver la película, recoged la mesa de la cena, meted los cubiertos en el lavavajillas y dejad la cocina perfectamente ordenada.
Esta táctica la hemos utilizado repetidamente y, aunque en un primer momento les escuece, acaban por asumir con naturalidad que hacerse adultos no solo implica mayores esferas de libertad o la adquisición de «nuevos derechos familiares»; acarrea, a la par, su necesaria contribución al sostenimiento de las cargas familiares tan ingentes en una familia con ocho hijos.
Es esta una primera satisfacción. Para unos padres, ver a su hijo asumir el cuidado de un hermano menor, limpiar los baños u ocuparse de la limpieza de la casa, resulta gratificante. Y, no tanto porque esas tareas que ellos asumen nos liberan a mi esposa y a mí de realizarlas, sino, sobre todo, porque hemos descubierto que solo así empieza a asomar el hombre que un día serán. De lo contrario, se convertirían en niños con aspecto de hombres pero incapaces de responsabilizarse de nada en su propia vida. No hace demasiado, escribía en otro artículo una afirmación dirigida a los padres que pudiera resultar radical pero en la que creo con firmeza: si tu hijo de 14 años no se hace la cama todos los días, tienes un problema. Y si con 16, sigue sin hacerlo, tienes un parásito viviendo en casa.
Por último, aunque quieren aparentar que nuestra opinión ya no les interesa y que prescinden de nuestro parecer en la toma de decisiones; sin embargo, interpreto que esta forma de comportarse obedece a la necesidad de ponernos a prueba como padres. En este sentido, nos resulta atractivo que vayan descubriendo que su padre, no solo sabe cambiar pañales y ordenar guardar silencio a los pequeños, sino que tienen ante ellos un adulto, con las ideas claras y que tiene muchas cosas que decirles todavía a lo largo de su vida.
Porque podría pensarse que, una vez alcanzada cierta edad por nuestros hijos, los padres ya no tenemos mucho que aportar en la configuración de su personalidad. Yo pienso todo lo contrario. No solo es el momento existencial adecuado para un aporte extra por nuestra parte, sino que además, ellos mismos están reclamando, sin saberlo, nuestros criterios cardinales sobre la vida expresados con seguridad, con firmeza y con perfecta sintonía entre el padre y la madre.
Por ello, se impone la necesidad de encontrar momentos adecuados para el diálogo continuado y reflexivo con ellos. Con este fin, en nuestra familia, preparamos todos los domingos una celebración doméstica en torno a una gran mesa adornada con mantel y flores en la que participan fundamentalmente los mayores de 10 años. Hacemos una oración inicial y ponemos presente a Dios antes de leer alguna lectura de los evangelios. A continuación, escrutamos uno por uno a cada hijo. Les preguntamos cómo han pasado la semana, cómo se encuentran en casa, con nosotros, con sus hermanos, si están angustiados por algún acontecimiento, si tienen algún enemigo, si necesitan algún tipo de ayuda por nuestra parte, si consideran que deben pedir perdón por alguna acción desacertada.
Según van interviniendo cada uno de ellos, mi esposa y yo replicamos intentando discernir sobre la problemática profunda o el sufrimiento por el que están atravesando. Siempre con mesura y sin reproches poniendo el foco en la raíz de la situación desde un punto de vista existencial, huyendo de moralismos e infantilismos; expresando nuestro criterio de manera que no se sientan amenazados sino ayudados. Esta celebración ha de ser un refuerzo para ellos, no un juicio sumario. De lo contrario, no volverían a participar en el futuro o se abstendrían de compartir lo que adivinaran que iba a ser censurado.
Por supuesto, también nosotros compartimos con ellos nuestras miserias en el trabajo o en casa, nuestras dificultades, nuestras tribulaciones y nuestros proyectos; les pedimos que recen por nosotros y que nos ayuden durante la próxima semana con alguna acción concreta.
Son muchos años renovando cada domingo esta celebración doméstica y hoy constituye uno de los pilares que sustenta nuestra familia. Nuestros hijos, en el fondo, siguen necesitando y acudiendo a sus padres aunque de una manera indirecta. Buscan nuestra aprobación, nuestro tiempo y conocer si nuestros criterios son firmes y justificados.
Alguien dijo que la adolescencia es una enfermedad que se cura con el tiempo. Mi experiencia es más bien que la adolescencia es una fantástica oportunidad para «hacer familia».
Ver a su hijo asumir el cuidado de un hermano menor, limpiar los baños u ocuparse de la limpieza de la casa, resulta gratificante. Y no tanto porque esas tareas que ellos asumen nos liberan a mi esposa y a mí de realizarlas, sino, sobre todo, porque hemos descubierto que solo así empieza a asomar el hombre que un día serán.
Podría pensarse que, una vez alcanzada cierta edad por nuestros hijos, los padres ya no tenemos mucho que aportar en la configuración de su personalidad. Yo pienso todo lo contrario. No solo es el momento existencial adecuado para un aporte extra por nuestra parte sino que además, ellos mismos están reclamando, sin saberlo, nuestros criterios cardinales sobre la vida.
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