Los padres de este siglo estamos más preocupados que nunca por que nuestros hijos no sufran. El problema es que no vamos muy acertados en el tiro porque, lo que hacemos para mejorar la calidad de vida de nuestros retoños, ese esfuerzo por aliviar toda forma de esfuerzo y sacrificio, puede derivar en la no deseada consecuencia de dejarlos poco preparados para la vida.
Claro que los padres solemos actuar con la mejor de las intenciones… Uno resta sufrimiento a los hijos sobre la premisa de que ya tendrán tiempo de sufrir cuando sean mayores. Pero le está limitando la oportunidad de «aprender a sufrir», de tener el alma entrenada para eso que está por llegar de la misma forma que entrenamos su cuerpo para que no sea presa de la enfermedad. No nos damos cuenta de que, al limitar su sufrimiento, los hacemos incapaces de gestionar el sufrimiento que vendrá. Y vendrá. De eso no cabe duda.
El hambre es un buen ejemplo y el prestigioso psicólogo americano Leonard Sax lo explica con detalle en su último libro editado en España, El colapso de la autoridad (Palabra, 2017). Sax explica que los niños de la actual generación nunca pasan hambre. Sus padres satisfacen su deseo de comer, sea la hora que sea. Y eso tiene dos consecuencias: como no saben aguantarse las ganas de comer, pueden tender hacia la obesidad y, para colmo, no serán capaces de controlar otros deseos.
¿Eso significa que para ser un buen padre tengo que forzar que mis hijos pasen hambre?
Parece que no tiene mucho sentido someter a los hijos a sufrimientos generados a propósito. Pero sí tiene lógica no hacer el pino con las orejas para que, por un rato, no pase hambre.
Ocurre con la merienda a la salida del colegio. Todos sabemos el hambre voraz con el que suelen terminar las clases los estudiantes después de una intensa jornada. En las generaciones precedentes, la norma habitual solía consistir en que el niño merendaba por la tarde después de llegar a su casa. Hoy, los padres le ‘ahorran’ ese breve rato de previsible, aunque soportable, sufrimiento y tienen su merienda disponible nada más salir de las clases.
Los niños que meriendan aún en el recinto del colegio se han multiplicado y esta imagen es, en cierto grado, sinónimo de esa obsesión por complacer sus deseos. Detrás de esta costumbre se esconden dos problemas. El primero es de carácter nutricional: si los padres, que han pasado el día trabajando, quizá lejos del colegio, desde muy temprano, tienen que llevar merienda, es poco probable que se trate de un bocadillo saludable o una pieza de fruta que ha pasado el día dando tumbos por media ciudad. Se decantarán por comprar algo rápido, posiblemente bollería industrial, en cualquier punto en el camino.
Pero el segundo problema, el de carácter educativo, es el más grave, porque si no fomentamos el que se aguante hasta casa, no le estamos enseñando la importancia del autocontrol. Aunque parezca lejano, autocontrolar el hambre en la infancia, postergar el imperioso deseo a la salida del colegio hasta el momento de llegar a la casa, supone ayudarles a controlar también otros impulsos.
El niño que aprende a soportar ese ratito de hambre hasta su casa no solo tendrá menos posibilidades de ser obeso sino que, como tolera mejor la frustración, será capaz de pasar otro tipo de ‘hambres’, como el ‘hambre de móvil’ o el de ‘beber más de la cuenta’ o el de ‘ir con malas compañías’. Lo bueno de la educación es que de lo poco se puede aprender mucho.
Más información en el libro El colapso de la autoridad. Cómo no abdicar ante la dictadura de las redes y de la presión social, de Leonard Sax.
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