No tenemos televisión ni nada contra el aparato en cuestión. No soy presidente ni miembro de la asociación de amigos contra el televisor, no hemos emprendido cruzada alguna para que los hombres se liberen de la esclavitud de las máquinas, no pretendo que nadie imite nuestra opción, ni nada similar. Simplemente, nada más casarnos, decidimos probar a vivir sin televisión.
Y la experiencia inicial fue tan positiva que hemos continuado hasta el día de hoy. Por otra parte, me encantan las nuevas tecnologías y dedico buena parte de mi tiempo de ocio a navegar por Internet.
Asimismo, nuestros hijos ven con frecuencia películas y series. Pues claro que sí, las ven; en el monitor de ordenador. Pero siguen solo aquellos programas cuyos contenidos y mensaje, previamente, los padres hemos seleccionado adecuados para ellos y, por tanto, hemos resuelto descargarlos.
De manera que, cuando nos sentamos delante de la pantalla, no vemos la tele sino que vemos en la tele… o, más bien, en el ordenador.
En una ocasión decíamos a nuestros hijos: «Imaginad que una persona decide acudir al cine sin importarle la película que le van a proyectar. Seguro que pensaríais que estaba loco. Pues lo mismo es sentarse a ver la televisión sin importar lo que vaya a ser emitido».
Es innegable la atracción que ejerce en nosotros una pantalla encendida y aunque la mayoría de la gente afirma que solo ve los documentales de «la 2», lo cierto es que, para jóvenes y niños resulta tarea complicada hacer un uso responsable de la televisión. El hombre es un ser mimético y la mayoría de conductas que son presentadas en televisión no parece que sean deseables para nuestros hijos; ni siquiera las que se recrean en los anuncios publicitarios.
Por otra parte, algunos programas, aparentemente simpáticos e inocuos, esconden tras de sí una visión del hombre sesgada y chata. Por no hablar de ciertas series, supuestamente familiares, cuyos protagonistas, por ser encantadores, parece deducirse que sus conductas igualmente lo son.
Nuestro hijo mayor pronto cumplirá 16 años y ni él ni sus hermanos parecen traumatizados por la ausencia de tan habitual compañero en nuestras casas. Antes, al contrario, ninguno de ellos sería como es, ni hubiera adquirido los hábitos de lectura y de comunicación que naturalmente han adoptado si, con asiduidad, hubieran convivido con una televisión.
Espero que quien lea estas líneas no piense que quiero dar lecciones de educación a nadie. Bastante complejo resulta sacar adelante mi familia como para aventurarme a elevar a categoría una opción personal. Me limito a transmitir una experiencia enriquecedora para nuestra familia y que, sin duda, ha resultado beneficiosa para la formación integral de nuestros hijos.
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