Tenemos que pasar con ellos todo el tiempo que podamos, pero mucho cuidado con sobreprotegerles y minar su autoestima. Nuestra obligación es estar pendientes de los deberes pero no podemos caer en el error de resolver sus dudas. Las actividades extraescolares son fundamentales para su desarrollo psicosocial, pero no podemos descuidar las cenas en familia, imprescindibles para el desarrollo de su personalidad.
Tenemos que pasar tiempo en cantidad y de calidad con todos nuestros hijos y después con cada uno de ellos a solas. Y también con el marido, y con nosotras mismas porque si no, dicen que la cosa patina. A eso le sumamos que nuestro crecimiento laboral redundará en beneficio de la familia porque si nosotras crecemos como personas, todos crecen como personas. Pero siempre que el trabajo no nos impida disfrutar de la familia y que el estrés no derive en la falta de tiempo. Tenemos que ser buenas en la oficina y buenas en casa, saber priorizar en función de quien lo pida, de paso llevar el pelo bien arreglado, hacer la compra para que no falte nada y, a ser posible, con una sonrisa.
La lista de compromisos de la vida perfecta es prácticamente irrealizable. Me recuerda enormemente a esa receta de papilla de frutas que te facilita el pediatra cuando el bebé sale del monótono mundo de la leche a todas horas. Y en la lista, la sorprendida madre lee: un plátano, una pera, una manzana, una naranja y, si se queda con hambre, añada una cucharadita de cereales. ¿Con hambre ha dicho? ¿Pero alguien en su sano juicio, ya entradito en carnes y años, se comería para merendar cuatro piezas de fruta una detrás de otra, batidas, amontonadas o trituradas? Pretender que ese infantil estomaguito que jamás consiguió terminarse el biberón -esa es otra… que las cantidades recomendadas de biberón nos dejan a las madres con un amargor perpetuo porque nunca lo conseguimos…- se tome semejante Macedonia de fruta es tan irrealizable como frustrante.
Pero nosotras queremos hacerlo bien. Por eso nos imponemos unos estándares de perfección que en ocasiones resultan cuanto menos frustrantes. A medida que comprobamos que resulta casi imposible cumplirlos porque no se puede estar en todas partes a la vez ni hacer algo y su contrario al mismo tiempo -vamos, que lo de soplar y sorber nunca funcionó- vamos generando nosotras mismas un sentimiento de culpa hasta el estallido, natural, en forma de «somos unas #malasmadres».
Lo cierto es que no debemos perder el norte, no somos tan malas madres.
Malas madres son las que se conforman con lo que hacen mal a sabiendas de que lo hacen mal.
No, las que luchamos por hacerlo un poco mejor aunque a menudo lo hagamos regular tirando a mal… En educación, como en todos los ámbitos de la vida, lo mejor puede ser enemigo de lo bueno si por no alcanzar la excelencia, no peleamos por la superación. La frustración puede ser un sentimiento paralizante si, en lugar de ayudarnos a superarnos, acaba bien en tristeza y abandono, bien en la justificación de lo que sabemos no es lo correcto.
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