Con relativa frecuencia recibo consultas que, después de muchas explicaciones, resumen su mal-estar en una frase muy sencilla: «Me enfado por cualquier cosa». Hay que reconocer que son sinceras e inteligentes. Valientes con ellos mismos, pues no se hacen trampas en el solitario y se dan cuenta que sus disgustos no tienen un motivo importante, sino que se reducen a cosas muy pequeñas.
Recuerdo que una amiga me comentaba la «rabia» que le producía enfadarse por «tonterías», pero que aún le ponía más de los nervios que su marido despachara su mal gesto con una broma o una mueca despectiva. No se entera, o no quiere enterarse, cuánto me molesta que compare las comidas de casa con las que hace su «mamá».
Planteado de una u otra forma, no cabe duda que estos enfados por futilidades empiezan a producir cierto estado de inquietud, hasta llegar a plantearlo como un «problema», es decir, como algo a lo que hay que buscarle una solución. Una «nadería» es una «nadería», pero cincuenta acumuladas una encima de otra ya empiezan a convertirse en una carga, que nos sumerge en un estado de mal humor casi continuo.
¿Cómo abordar el tema?
La mejor fórmula es no dejar que los pequeños arañazos se infecten al echarle encima la basura de nuestra imaginación. Cada alfilerazo, por grande o pequeño que sea, hay que limpiarlo cuanto antes. Aquí se encuentra la tarea más difícil. Hay que enfriar la cabeza y analizar los comunes denominadores. ¿Somos demasiado susceptibles? ¿Es el otro demasiado atropellado para pasar por los sentimientos de uno u otro? Hay que hablarlo entre los dos. Hablarlo cuando se tiene el dominio de los nervios.
Más de una vez, he escuchado el siguiente razonamiento: «No saco el asunto cuando estamos a buenas, porque tengo miedo a estropearlo». Por lo general, no es una buena fórmula. Dos personas que se quieren no se pueden tener miedo y si se lo tienen, deben buscar los procedimientos necesarios para echar abajo ese muro de hormigón, que representa la sensación de miedo. El miedo muchas veces es solo una sensación infundada. Puede existir y de hecho existe, pero el único modo de superarlo es enfriar la cabeza para ver lo que nuestra fantasía ha montado y «pinchar el globo».
Sin duda, esa conversación debe prepararse para que «no digamos lo que nos brota», sino lo que debamos decir. Alguien podría preguntar si esta preparación quiere decir que solo vamos a decir unas cosas y nos vamos a callar otras. Eso significa una falta de sinceridad. Es precisa una aclaración muy importante, ahora y siempre en el matrimonio y en cualquier otra relación entre personas: una cosa es la sinceridad y otra la «espontaneidad». Decir siempre lo que se piensa, sin pensar antes lo que se dice, nos puede acarrear demasiados disgustos. La sinceridad, como cualquiera otra virtud, debe estar regulada por la prudencia que es la «virtud de la realidad» que nos hace ponderar el mayor número de factores, para elegir el mejor de los procedimientos.
¿Y si esa conversación termina peor que comenzó? Tranquilidad y «barajar»… Ya surgirán otras ocasiones para intentarlo. De cualquier forma, como hemos quedado que eran «naderías», lo mejor es saber olvidar para que no le caiga encima el próximo enganche que tengamos por cosas tan trascendentes como: «En esta casa nadie se acuerda de apagar las luces».
Con todo, no soy tan ingenuo como para pensar que es fácil resolver estos pequeños conflictos o que resulta asequible saltar por encima de cada unos de ellos, sin acabar con «agujetas» de tanto brincar de uno en otro. Tampoco pienso que somos seres angélicos a los que nada nos afecta. Es frecuente que uno de los cónyuges, especialmente el marido -no me corto por decirlo-, sea quien más «roces» de este tipo produce. En ese caso, la mujer suele tener -o debe tener- una papelera de reciclaje, para tirar las «meteduras de pata», sin darles mayor importancia.
Pero hay algo más… todo este preámbulo sólo quería servir de pórtico al título que va en la cabecera de la página. Tenemos que ser «Coleccionistas de buenos ratos» para colocar cada uno en la página de un álbum y con mucha frecuencia hojear su contenido. Tenemos necesidad de compensar nuestro ánimo con un conjunto de momentos felices para poder mirarnos en ellos, cuando lleguen los que nos resultan más dolorosos. No es necesario que nuestra colección merezca estar en el Museo del Prado; basta con unos pocos cromos. La gracia está en saber elegirlos. Y para elegirlos hay que verlos y para verlos, mirarlos.
Dicen que el «amor es ciego». De ninguna manera. El «odio sí que es ciego». Solo el amor ve.
Solo la persona que sabe amar es capaz de encontrar en el otro todo lo bueno que esconde y, sin detenerse en sus defectos -¡que los tendrá!-, es capaz de potenciarlos. Siempre da más resultado esta estrategia de solo tener ojos para ver en el otro las cosas buenas. Es muy posible que ese defecto suyo que nos duele resulté casi imposible «borrarlo», pero se compensará con los hallazgos que cada día seamos capaces de descubrir.
¿Estoy «rizando el rizo»? No. Es que hay que descubrir en el matrimonio todas las posibilidades en vez de embarrancar en todos los defectos. Es el único modo de ayudarnos mutuamente. Es la manera de poner el listón en un grado de excelencia donde no quepa la mediocridad. Aunque pueda parecer heroico, es la puerta de la felicidad que no acabamos de encontrarla del todo.
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