Cuando nosotros, ahora padres, éramos pequeños, nadie nos prestaba demasiada atención. Por supuesto que recibíamos todos los cuidados necesarios y no nos faltó jamás el cariño de nuestros padres, pero escuchábamos frases tan elocuentes como estas: «eres el último mono de la compañía», «cuando seas padre comerás dos huevos» o «me aburro, pues cómprate un burro».
Era el nuestro un mundo en el que mientras papá estaba fuera en el trabajo y mamá se dedicaba a «sus labores», los niños nos ocupábamos bastante bien de nosotros mismos, con el mérito añadido de que la única tele de la casa solo disponía de dos Canales y solo en la merienda programaba dibujos animados, y el teléfono de baquelita servía únicamente para llamar.
Teníamos también otros condicionantes: las mañanas estaban para «hacer recados» y nadie nos preguntaba si queríamos ir o no al mercado, la zapatería y la panadería, simplemente íbamos. Y las tardes no existían hasta las cinco o las seis porque de todos es sabido que la siesta es sagrada, so pretexto del archifamoso corte de digestión.
Nos aburríamos. Nos aburríamos mucho y no pasaba nada porque el aburrimiento es el revulsivo que necesitábamos para volvernos creativos, para convertir una caja de cartón en un barco o una nave espacial, para aprender a jugar a la escoba con los hermanos y trabajar el cálculo mental sin darnos cuenta, y para leer…
Porque nuestra generación, como la de nuestros padres, fue lectora a fuerza de aburrimiento. No nos engañemos. Si hubiéramos tenido la oportunidad de ver Barrio Sésamo las 24 horas del día, posiblemente lo habríamos hecho.
Y si hubiéramos tenido más videojuegos que aquella maquinista tan «sofisticada» del Donkey Kong, también nos habríamos enganchado. Pero fue el aburrimiento lo que nos inclinó a la lectura. Elegíamos esta opción por descarte: era lo «menos aburrido» que podíamos hacer.
Después llegaba la segunda parte: en las casas no disponíamos de flamantes cuentos recién comprados y llenos de hermosas ilustraciones a todo color, pero sí de los grandes clásicos de la literatura infantil y juvenil, un poco raídos por el paso de muchas generaciones por sus páginas, pan con chocolate en ristre. Y como no había nada mejor que hacer, metíamos la cabeza en el mundo que Mark Twain había creado para nosotros o viajábamos veinte mil leguas con Verne después de dar la vuelta al mundo, y quedábamos felizmente atrapados en el maravilloso mundo de la lectura. Y como el efecto secundario de la imaginación es que genera una bendita adicción irrefrenable, ya estábamos enganchados de por vida a las páginas amarillentas y de grano grueso que dibujaron nuestra infancia.
Hoy el panorama es totalmente distinto. Entre los miles de estímulos que recibe un niño durante un día, un libro inerte en su estantería, sin lucecitas de colores, sin sonidos, sin imágenes en movimiento, es claramente el menos apetecible de todos. Me pongo en su piel y no me cuesta entender que prefieran engancharse al tubo continuo de dibujos animados, alternado con raros de Apps de juegos en la tableta de papá, la de mama o en esa que se ha quedado en casa ‘para los niños’. Lo entiendo. Miles de impulsos visuales que nos llaman la atención y muy poco esfuerzo por delante.
Si no permitimos que nuestros hijos se aburran, si no limitamos el acceso a esos elementos de su entorno que tanto los reclaman, no podemos esperar que cojan un libro. No lo harán a menos que tengan muy arraigada la costumbre.
Pero sabemos, porque nosotros lo vivimos así cuando éramos niños, que tan pronto como sus creativas mentes se adentren en los vericuetos de la buena literatura infantil y juvenil, ya no podrán salir de ese círculo virtuoso que es la lectura.
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