Creo que no exagero al afirmar que todos estamos hartos de los escándalos de corrupción con los que, día sí, día también, amanecemos en los medios. Ya no hay patrón alguno: políticos, empresarios, personas del mundo de la cultura, de todo signo ideológico, de municipios grandes y pequeños.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Y sobre todo, ¿somos capaces de lograr la necesaria regeneración moral?
El futuro está en nuestras manos, en manos de los padres de familia que educamos a nuestros hijos para que sean buenos ciudadanos.
Lo habitual es que dediquemos buena parte de nuestros esfuerzos a desarrollar virtudes en nuestros hijos, es decir, hábitos buenos que se reiteren tanto que acaben por formar parte de su modo de ser. Así lo hacemos con aspectos tan destacados como el orden, la generosidad o la fortaleza, por mencionar solo unos ejemplos. Y toda la voluntad que ponemos en estas tareas es buena garantía de éxito.
Pero las virtudes no solo se construyen con aquello que se siembre «deliberadamente», sino que se van a ver influidas también por otros elementos de los que muchas veces los padres no son conscientes, y que pueden tener por consecuencia el efecto contrario al deseado.
En el desarrollo de la virtud de la honradez me doy cuenta de cuánto podemos hacer los padres por afianzar las buenas conductas y cuántas veces, por pura ignorancia, estamos fomentando sin quererlo niños poco honrados. Veamos algunos ejemplos:
– Mentir en la edad de los hijos para conseguir un descuento. Los precios de muchas entradas, desde el transporte hasta las actividades culturales, son diferentes en función de la edad de los niños. En el momento en que pedimos a un hijo que mienta sobre su edad para conseguir ahorrarnos algo de dinero, habremos inculcado en él la mentira como vía para obtener un beneficio.
– Comentar como un gran éxito la vida de personas investigadas por la justicia por corrupción. A veces pensamos que los niños no están al cabo de la realidad, pero nos sorprendería la capacidad que tienen para captar la actualidad. Quizá es un rato ante el telediario, las noticias en la radio en el coche o mientras preparamos la cena. Pero lo cierto es que escuchan y entienden. Si alabamos a esas personas, tal vez solo de forma irónica, estamos ensalzando una forma de vida contraria a la que deseamos.
– Quejarnos constantemente por el peso de los impuestos. No cabe duda de que estamos sometidos a un riguroso esquema impositivo que, además, no favorece en absoluto a las familias. Pero criticar permanentemente delante de los hijos esta circunstancia provoca una pérdida de autoridad y de fe en el sistema que garantiza el bien común que supondrá un grave prejuicio para su vida adulta.
– Gestionar los problemas con el ojo por ojo. Es muy complicado mantener el sutil equilibrio entre enseñar a nuestros hijos a portarse bien y enseñarles a poner límites a los que no lo hacen. En algunas ocasiones, ante abusos e injusticias, tendrán que plantarse y no aceptar condiciones. Pero es clave que en todo momento sepan cuáles son los límites de lo que está bien y lo que está mal, para que nunca justifiquen comportamientos reprochables solo porque otro los lleva a cabo o, según su impresión, todo el mundo los hace.
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