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Niños consentidos y dictadores

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Niños tiranos y consentidos

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Por Por Javier Urra. Psicólogo especialista en Clínica. Primer Defensor del Menor.
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El niño en muchos hogares se ha convertido en el dominador de la casa, se ve lo que el quiere en la televisión, se entra y se sale a la calle si así a él le interesa, se come a gusto de sus apetencias… Cualquier cambio que implique su pérdida de poder, conlleva tensiones en la vida familiar.

Son niños caprichosos, consentidos, sin normas, sin límites, que imponen sus deseos ante unos padres que no saben decir no.

Hacen rabiar a sus padres, molestan a quien tienen a su alrededor, quieren ser constantemente el centro de atención, que se les oiga solo a ellos. Son niños desobedientes, desafiantes. No toleran los fracasos, no aceptan la frustración. Echan la culpa a los demás de las consecuencias de sus actos.

La dureza emocional crece, la tiranía se aprende, si no se le pone límites.

Son niños con conductas agresivas; o niños huidizos, introvertidos, indescifrables; otras veces utilizan a sus padres como «cajeros automáticos», o con chantajes, o manifestando un gran desapego hacia sus progenitores, transmitiendo que profundamente no se les quiere.

Todos tienen nexos de confluencia, tales como los desajustes familiares, la «desaparición» del padre varón (o bien no es conocido, o está separado y despreocupado, o sufre algún tipo de dependencia o simplemente no es informado por la madre para evitar el conflicto padre-hijo). No se aprecian diferencias por niveles socio-económico-culturales.

La tiranía se convierte en hábito o costumbre, cursa in crescendo, no olvidemos que la violencia engendra violencia. Las exigencias cada vez mayores obligan necesariamente a decir un día NO, pero esta negativa ni es comprendida, pues en su historia vivida no han existido topes, ni es aceptada, pues supondría validar una revolución contra el «status quo» establecido.


Las causas de la tiranía residen en una sociedad permisiva que educa a los niños en sus derechos, pero no en sus deberes, donde ha calado de forma equívoca el lema «no poner límites» y «dejar hacer», abortando una correcta maduración.


Los roles parentales, clásicamente definidos, se han diluido, lo cual es positivo si se comparten obligaciones y pautas educativas, pero resulta pernicioso desde el posicionamiento de abandono y el desplazamiento de responsabilidades.

Hay miedo, distintos miedos: el del padre a enfrentarse con el hijo, el de la madre al enfrentamiento padre-hijo. El de la urbe, a recriminar a los jóvenes cuando su actitud es de barbarie (en los autobuses, metro…) caemos en la atonía social, no exenta de egoísmo, delegando esas funciones a la policía, a los jueces, que actúan bajo «el miedo escénico»; así el problema no tiene solución.

Hemos de educar a nuestros jóvenes, y ya desde su más tierna infancia hay que enseñarles a vivir en sociedad. Por ello han de ver, captar y sentir afecto, es preciso transmitirles valores. Entendemos esencial formar en la empatía, haciéndoles que aprendan a ponerse en el lugar del otro, en lo que siente, en lo que piensa. Precisamos motivar a nuestros niños, sin el estímulo vacío de la insaciabilidad. Educarles en sus derechos y deberes, siendo tolerantes, soslayando el lema «dejar hacer», marcando reglas, ejerciendo control y, ocasionalmente, diciendo No.

Instaurar un modelo de ética, utilizando el razonamiento, la capacidad crítica y la explicación de las consecuencias que la propia conducta tendrá para los demás. Acrecentar su capacidad de diferir las gratificaciones, de tolerar frustraciones, de controlar los impulsos, de relacionarse con los otros. Debemos fomentar la reflexión como contrapeso a la acción.

Como conclusión, estimamos poder convenir siguiendo el hilo argumental reflejado que la tiranía infantil refleja una educación (si así puede llamarse) familiar y ambiental distorsionada que aboca en el más paradójico y lastimero resultado, dando alas a la expresión «CRÍA CUERVOS….».

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