Todos los años en tal semana como ésta florece un debate infructuoso sobre si nos estamos americanizando con la celebración de Halloween y si eso es bueno o malo. Pero la realidad es muy tozuda y de lo que no cabe duda es de que Halloween se ha instalado en nuestra cultura vía Hollywood con inusitada fuerza.
Para los católicos y también para muchos no católicos, esta fiesta que a los niños tanto divierte tiene un aspecto negativo, oscuro. Espíritus malignos, demonios, fantasmas, vampiros, se convierten en reyes de una fiesta que ensalza la fealdad y, si no tenemos cuidado, también la maldad. A la moderna tradición se le añade mucha leña con las corrientes cinematográficas y audiovisuales de lo gótico, con los vampiros convertidos en héroes y con los zombies como amenaza para toda la humanidad. Y sin embargo, los niños lo ven como una fiesta.
Soy consciente de los aspectos negativos de la fiesta, pero también sé que el «truco o trato» llama siempre a nuestra puerta y se va a instalar en nuestro salón con o sin nuestro consentimiento.
Así que, después de mucho leer el origen mitad cristiano mitad pagano de la fiesta, decidí hacer de la necesidad virtud y aprovechar disfraces y caramelos para explicar a nuestros hijos algunas de esas «cosas complicadas» que implica la trascendencia.
Y no me vino mal porque los niños de esta generación han llegado a un mundo cómodo en el que no abundan la enfermedad ni el sufrimiento, un mundo que no los prepara para afrontar la muerte, no ya la suya que, si Dios quiere, queda muy lejos, sino las de su entorno. Los niños son como esponjas y no les cuesta nada entender que detrás de las máscaras de fantasmas se esconde mucho más, que con esta celebración previa al día de todos los santos, tenemos que entender la importancia de ser buenos, de ansiar las puertas del cielo donde se vive, literalmente, en la Gloria. Porque Halloween para ellos entraña terror y eso solo lo quieren por un rato.
Para que la fiesta de Halloween de la que no hemos podido escapar nos sirva de verdad, en casa damos mucha importancia al día siguiente, al de todos los santos. Dedicamos un buen rato a recordar a quienes ya no están, hablamos a los niños de nuestros abuelos y bisabuelos, de algunos santos a los que conocemos, les contamos cómo fueron de buenos en su vida y cómo ahora están encantados en su vida eterna.
Al final, unas cuantas calabazas y un traje de bruja, bien planteados, dan mucho de sí.
María Solano Altaba. Directora de la revista Hacer Familia
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