Tengo tan fresca la imagen de nuestras tardes de biblioteca en la infancia… Nos llevaba mi madre a una biblioteca que había cerca de casa y que tenía un espacio dedicado a los niños, con una especie de pufs de colores. Nos perdíamos entre los libros y tardábamos horas en elegir. Después, leíamos un rato allí porque nos sentíamos muy mayores.
Y el día en que cambiábamos de espacio, de estantería, de mesa, hasta la zona general, la que no era de niños, suponía para nosotros una especie de rito de iniciación que daba paso a la edad adulta en el intelecto bibliográfico.
Los hábitos que arraigan en la infancia se mantienen de por vida.
Hoy, soy consumidora habitual de material de biblioteca. Me encanta la de mi Facultad, recogida y silenciosa, me encanta la pública de mi barrio, bulliciosa y policromática, con espectaculares vistas a un inmenso parque, me encantan esas que tienen un aire antiguo, con lámparas de banquero y anaqueles de madera.
Como sano ejercicio, una vez al mes subo con mis hijos a la biblioteca. Ahora están muy bien acondicionadas y todas disponen de un área insonorizada para que los niños no interrumpan la lectura de los mayores. Cada vez que vamos hasta allí, con nuestros libros ya leídos, con los flamantes carnets -los niños también tienen- siento que crecen en el camino, que para ellos se acerca ese día del rito iniciático.
Disfrutan como yo disfruté miran do portadas y contraportadas, escrutando las solapas en busca de lo que quieren leer, perdiéndose entre dibujos, sumergidos en atlas llenos de imágenes sorprendentes, ansiosos por llevarse las novelas que pasan a otro color, es decir, a otra edad, que en esto también hay escalones. Y cuando salimos, cargados con material de lectura para llenar muchas tardes de otoño, sé que hemos sembrado ese hábito tan bueno que consiste en navegar por los pasillos entre centenares de libros.
Ellos seguirán yendo, porque es costumbre. Después llevarán a sus hijos, porque la vida casi siempre se repite. Y el plan de tarde, más barato imposible, habrá resultado perfecto.
María Solano Altaba. Directora de la revista Hacer Familia
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