«Mamá, en una batalla entre un tiranosaurio y un estegosaurio, ¿quién gana?» Mi hijo Juan tiene definido su futuro profesional desde su más tierna infancia. Antes de aprender a decir palabras sencillas, ya era capaz de articular «paleontólogo», término aprendido en nuestras ineludibles visitas veraniegas al MUJA, el Museo del Jurásico Asturiano.
Nuestras conversaciones con Juan suelen versar sobre disquisiciones de este cariz, disyuntivas que nos ponen en el compromiso de contestar a voleo e inventar, de demostrar nuestra ignorancia, de aprender de dinosaurios más de lo que habríamos soñado, pero sobre todo, de darle un sentido trascendente a todo esto.
«Pues, la verdad, Juan, es que no lo sé, porque el tiranosaurio es un carnívoro con mandíbulas muy potentes pero el estegosaurio tiene unas placas protectoras que parecen una coraza». Comprobada mi ignorancia sobre dinosaurios, Juan no suele quedar satisfecho. Mis argumentos no le llevan hasta una conclusión cierta, y él necesita saber, en las siguientes milésimas de segundo, si abate al muñequito estegosaurio que lleva en la mano o hace lo propio con el tiranosaurio de sanguinario rugido. Entonces llega la pregunta del millón: «¿Pero qué crees?»
Lo que Juan me pide es que me pronuncie sobre la base de un exiguo conocimiento que se limita a un par de argumentos inconexos. Ya distingue entre lo que sé y lo que creo, puesto que ha descubierto que no lo sé y que solo le puedo ofrecer un opinión, nunca una certeza. Sin embargo, demanda mi opinión.
Entonces realmente no consigo dilucidar qué debo hacer. Si le digo lo que creo como si lo supiera, lo almacenará para siempre como un saber, cuando no lo es. Si no le digo nada, sentirá que no avanza en ese camino al conocimiento que ellos solos inician gracias a su asombrosa curiosidad.
Trato de explicarle que cuando uno no sabe la respuesta, tiene que seguir investigando, y que hasta que no estemos seguros, lo que «pensemos» puede ser incorrecto. Y cuando le doy la vuelta al problema de las curiosidades sobre dinosaurios y le pregunto a él qué cree, se da cuenta de que aún no lo sabe y se anima a argumentar con sorprendente aplomo sobre la base de lo que sí sabe.
El resultado final es que es maravilloso ver cómo se van formando esas mentes prodigiosas en las que todo es posible.
María Solano Altaba. Directora de la revista Hacer Familia
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