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En la desigualdad

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Acabo de encontrarme una encuesta publicada en Le Monde, donde se ofrece una radiografía de la sociedad francesa. Está hecha con bastante rigor y seriedad, dentro del valor que se pueden dar a este tipo de análisis, que no dejan de ser algo parecido a las pruebas que nos encargan los médicos: hoy dan unos resultados y mañana otros.

Si esto se produce en algo tan material como la sangre o los huesos, qué no sucederá al intentar auscultar nuestro ánimo. En cualquier caso, el dato que me ha sorprendido es el siguiente: tradicionalmente ha sido la libertad la condición más valorada por los franceses, sin embargo, ahora ha sido la igualdad la que ocupa el primer puesto.

Me parece espléndido que deseemos ser iguales. Así debe ser, como miembros de una misma naturaleza y sujetos de los mismos derechos y deberes, hayamos nacido en París, en Pekín o en la Patagonia. Seamos mujer u hombre, viejo o joven, enfermos o sanos.

Vivir en pareja

Foto: THINKSTOCK 

A partir de esa indiscutible verdad, olvidamos demasiadas veces otra incontrovertible realidad: desde que el hombre es hombre, no han existido dos personas iguales sobre la tierra. La omnipotencia del Creador se manifiesta en algo tan elemental como en no hacer dos obras de arte iguales. De esa singularidad se han servido los Estados para identificarnos por nuestras huellas dactilares. Ya estamos perfectamente marcados hasta por la Agencia Tributaria, no hay quien se camufle.

¿Cómo se vive en esa peculiaridad? A lo largo de miles de años, el hombre ha intentado afinar el arte de la convivencia.

En una primera aproximación, si cada hombre y cada mujer somos diferentes, cada matrimonio es único. Ni somos como nuestros padres, ni los hijos  han de ser como nosotros. Estoy seguro que el lector inteligente ya habrá captado que todos somos herederos de una historia y no somos un verso suelto, ADN incluido. De todo ello podemos coger muchas cosas y, sin apenas enterarnos, es seguro que las «llevamos puestas». Son un patrimonio que no hemos de calcar, sino adherir a nuestra personalidad.

Por ahora, a lo único que deseaba referirme es que no tenemos que comparar nuestro matrimonio con el de nuestros cuñados, ni con los vecinos del sexto. Ni sus parámetros son los nuestros, ni las soluciones a sus problemas han de ser idénticos. Por otra parte, como dice un viejo amigo, «las gallinas del corral ajeno siempre nos parecen pavos», y al resto de los matrimonios los conocemos en visita.

Podríamos dar un paso más y detenernos en esas parejas en las que uno tiene unas cualidades que superan con mucho a las del otro. Seguro estoy que, mientras leemos, nos vienen a la cabeza un enjambre de amigos nuestros donde se produce esa desigualdad que se ha resuelto de modos muy diversos y ha llegado a desenlaces especialmente dispares.

Diferencias en el matrimonio

He conocido a algún matrimonio, en el que los dos habían logrado un nivel profesional muy similar pero ella, muy «resabidilla», en las tertulias con amigos, tan pronto abría él la boca le dejaba en ridículo -en público- con un torrente de argumentos en contra. Algunos meses después de aquella cena, me llegó la noticia de que se habían separado. En paralelo, también me he encontrado con mujeres mil veces más brillantes que los hombres que, poniendo a prueba su inteligencia, hacían creer a sus maridos que las mejores ocurrencias pertenecían a la cosecha de aquel hombre que era un marmolillo.

Tampoco faltan los hombres que reconocen en su pareja tal nivel de penetración en muchos aspectos de la vida, que tienen la prudencia de consultarla antes de tomar una decisión. No es que la oigan, es que la escuchan y asimilan sus juicios. Alguno me he encontrado que sencillamente afirma que él lo único que sabe es ganar dinero, pero que el resto de lo que ocurre en su casa la que lo gestiona en cualquier orden es su mujer. ¡No deja de ser un tanto cómoda la postura, pero es lo que hay!

No faltan los hombres que habiendo alcanzado un nivel intelectual muy alto, tienen la suficiente perspicacia para darse cuenta que hay aspectos en los que son unos zotes y su mujer los ve con la mayor claridad, aunque sea a nivel profesional. Aquí tengo mi propia experiencia. Después de trabajar largo tiempo en una empresa, después de una cena con compañeros, al volver a casa mi mujer me hizo una descripción de cada uno que a mí me había costado mucho alcanzar.


La regla de oro para esta convivencia permanente entre los desiguales es saber darse cuenta que el otro tiene mucho que aportar.


A partir de ahí es cuando surge la sinergia,  es decir, el resultado es mucho mayor que la suma de lo que aporta uno y otro.

Planteado este esquema, su puesta en práctica es cuestión de un continuo ejercicio donde siempre es posible mejorar. Cuando surge el conflicto -¡que llegará!-, sólo se resuelve guardándose en el bolsillo un virus contra el que nadie estamos vacunados y que se llama amor propio.

Es una lástima que sea tan difícil de encontrar el antídoto, pues produce unos efectos de desazón, nerviosismo y angustia muy acusados. Para este síndrome sólo hay un remedio: querer al otro más que a uno.

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