Cuarenta años dedicados a la educación me han llevado a entender que cada persona es un paisaje infinito donde toda sorpresa es posible. Sin perder de vista este hecho incuestionable, hay otro no menos cierto, que aprendí de un hombre muy sabio: hay que verlas venir, dejarlas pasar y saber trigonometría.
Hoy quisiera comentar algo que está en boca de todos, acompañado de rasgado de vestiduras, negros augurios y reprimido escándalo. ¿Quién lo iba a pensar en una pareja tan maja? ¡Hay que ver lo mal que están las cosas!… Es que esto de separarse se ha convertido en una moda. ¡Estamos en una época de auténtica locura!
Sin olvidar la primera idea que encabeza estas líneas, donde declaro abiertamente que cada persona es un misterio, en una gran mayoría de estos casos lo que me asombra es que se sorprendan. ¡Eso estaba cantado como dicen los castizos!
Egoismo compartido
No hace mucho preguntaba a una espléndida señora por su hija que se había casado hace algún tiempo. Con la mayor ligereza y quitando todo el hierro al asunto me comentaba: «Ya sabes… las parejas ahora dejan pasar varios años para disfrutar y ya tendrán tiempo de tener hijos». Huelga decir que la madre de la criatura tuvo a su hijo cuando no había pasado un año de su boda… como es lo natural. Eso es lo lógico y llevar una predisposición distinta al matrimonio se paga caro. Como simple dato estadístico, puede reseñarse que en una estadística ya añeja, el cincuenta por ciento de las nulidades se producían en parejas que retrasaron el primer hijo. No voy a entrar en el tema canónico del que no soy experto, me limitaré a repetir lo que mis lectores están hartos de escucharme. Las separaciones, los divorcios, etc., en la gran mayoría de los casos son un conflicto de egoísmos o un egoísmo compartido. Me da igual que se contrapongan o que se potencien, el resultado es el mismo.
En muchas parejas se empieza por el egoísmo compartido. Se trata de agotar hasta donde llegue la máxima satisfacción. ¿Acaso no somos libres? ¿Quién nos manda atarnos con el engorro de un hijo que nos coarta hasta el punto de no poder ir una noche al cine, ni salir los fines de semana?… Quien piensa que un hijo es un fastidio, una monserga y una molestia, se ha dado de baja en humanidad. Y eso se paga…. antes o después se paga. Ahora sólo tienen ojos para lo que está a dos cuartas de su nariz, pero la vida es larga. Como decía el Dr. Marañón, nada sospechoso de carca, para dar la vida hay que tenerla. Tenerla en toda su plenitud de cuerpo y espíritu. Los hijos nos ahorman, nos maduran, nos hacen crecer con ellos. Estoy convencido que para entender esta conclusión no hace falta una tesis doctoral sobre antropología. Simplemente con tener una ligerísima idea de lo que significa la palabra amor, se entiende que es exactamente lo contrario de egoísmo.
El egoísmo es un dragón que todo lo devora cualquiera que sea la edad de los comensales. ¿Por qué se separa tanta gente después de muchos años de matrimonio? Porque el conflicto de egoísmos se ha hecho insoportable. Bien es cierto que cada uno ha aportado al suculento manjar distintos condimentos, según su carácter, pero a la postre el resultado es el mismo.
Llegamos pues a la consecuencia de que la enfermedad tiene su raíz en que poco a poco nos vamos queriendo más a nosotros mismos que al otro, y llegamos al límite de que hemos aborrecido a quien está a nuestro lado.
Es posible que si el lector o lectora ha llegado hasta aquí me arroje el guante a la cara y me pregunte: ¿qué hacer? Ante todo, no echar la culpa al universo mundo, la sociedad corrompida, las dificultades económicas o las «lagartonas/es» que anden por ahí sueltas. Tenemos que llamar a las cosas por su nombre. Los conflictos del matrimonio se reducen a que ese gusano voraz que se llama el «yo» ha podrido la manzana, que al principio tenía ese color rojizo tan brillante y ese aroma incomparable. Al principio puede pasar desapercibido, pero al morderla se ha enmohecido. Se podrá aducir que con un descubrimiento como éste no vamos a ninguna parte, pues el «yo» lo traemos puesto desde que vemos la luz de la sala de partos, hasta que se nos hace de noche en cualquier UVI del hospital más próximo. De acuerdo, pero es fundamental saber con quién nos jugamos los cuartos para que las cosas no nos sorprendan.
¿Estamos convencidos que educamos para el matrimonio desde el momento que le decimos a un niño de tres años que tiene que prestar el «cochecito» al hermano? ¿Les enseñamos que dormir con un hermano en su habitación es aguantar sus manías como él soporta las nuestras o vive en un cuarto donde nada le falta y nadie puede entrar mientras escucha su canción preferida?
Acaso vamos a ser tan ingenuos o tan lerdos como para pensar que preparar a una hija cuando se va a casar es decirle lo que va a ocurrir la noche de bodas. Si no les preparamos veinte años antes hemos perdido el tiempo.
Mientras eduquemos a príncipes y a damiselas, que han tenido toda su vida aquello que ha estado a nuestro alcance -sea mucho o poco, eso es lo de menos- y han hecho su santísima voluntad sin que nadie les contradiga, sea en lo que fuere, lo que no puede sorprendernos es que sea incapaz de aguantar a otra persona cortada por el mismo patrón.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales