Tanto en los correos que recibo, como en conversaciones con amigos o entrevistas con matrimonios en crisis, observo que nuestras quejas sobre el comportamiento del otro cónyuge son muy poco originales. Resulta asombroso que tras treinta, cuarenta, cincuenta o muchos más años de vida, hayamos aprendido tan poco de lo que lleva colgado cada ser humano. O si lo prefieren de esa «pasta» de la que estamos moldeados. No podemos asombrarnos de nada, ni tomarnos demasiado en serio, porque como dicen en mi tierra, en todos los sitios «cuecen habas».
Cada persona es un misterio. Así es y no tengo inconveniente en reafirmarlo. Me sigue pareciendo un enigma la razón última por la que actuamos de una u otra manera, porque no es una maraña muy compleja la que habría que desentrañar. Hasta aquí los móviles que nos empujan en una u otra dirección, pero los hechos se repiten de manera flagrante en la mayoría de nosotros.
El «secreto» está en el laberinto de los sentimientos que nos envuelven hasta el límite de apagar la luz de la razón.
Intentaré reproducir las lamentaciones que me llegan de acá y de allá. Les propongo un juego: a medida que lean este muestrario de quejas, hagan una señal si las han detectado en su ánimo alguna vez o si las han percibido en el otro. Antes de seguir adelante tengo que aclarar que lo he escuchado en hombres y mujeres por igual. Con distintos matices y formas, pero el fondo era el mismo.
«Mira, es tan susceptible que apenas se le puede decir algo. Siempre le da vueltas a la segunda intención, que muchas veces está en su fantasía. Lo malo es que en la mayoría de las ocasiones piensa que cuando le digo algo estoy lanzando un torpedo a la línea de flotación. Luego se queja de que no hablo de otra cosa que de superficialidades y jamás expreso con claridad lo que me ocurre».
«Siempre lo hace todo bien: sus opiniones son las certeras, su modo de ver los acontecimientos tiene una clarividencia cristalina, en sus decisiones no cabe el error, lo único que ocurre es que es un incomprendido, el resto de los mortales -los primeros los de su familia- son unos lerdos, que carecen de su agudeza mental y su sensibilidad. Este modo de comportarse puede cristalizar en dos formas: por una parte, un dogmatismo para el que no cabe aportar razón alguna; en otras ocasiones, una amarga ironía -como resultante de su inequívoca superioridad- que aún resulta más lacerante».
«Como es fácil de comprender, en las conversaciones pone siempre el punto final. He dicho mal, señala la conclusión de sus monólogos, porque le cuesta muchísimo escuchar, ya que la opinión del otro la tomará como una vaciedad».
«Cada vez que señala un defecto en el otro, de forma subliminar hace patente su virtud sobre esa cuestión. El de enfrente se equivoca porque es un impaciente, un superficial o un egoísta. Si fuera sereno, profundo y generoso, no le ocurriría eso. Solo le falta añadir: ¡¡Cómo yo!!».
Con alguno de los elementos anteriores, ya se puede suponer que necesita de un trato especial, porque él/ella es distinto y merecedor de unas consideraciones singulares. Con estos cuatro o cinco colores, se puede pintar un cuadro muy brillante para colgar en lugar preferente de la sala de estar.
¿Ha participado en el juego? Es posible amable lector/a que jamás hayan entrado en tu ánimo pensamientos tan ruines como los que acabo de describir. Te felicito. Mientras los escribía no he tenido que hacer otra cosa que mirarme al espejo y reconocer que no una vez, sino muchas, me he visto enganchado en estas redes.
Cuestión de amor
Desde ahí, lo más razonable es pensar que «me quiero muchísimo, soy la persona a la que más quiero». ¿Lo digo en plata? Tengo un «amor propio» descomunal.
¿Y qué? Lo tengo yo y lo tiene el otro. Hay que saberlo y aceptar que es algo con lo que vamos a tener que luchar mientras vivamos. Nada de angelismos.
Dicho esto, hay que añadir que en esa lucha está ni más ni menos que la prueba de nuestro amor. Eso es el amor: vivir para el otro más que para mí.
Desde esta perspectiva empezamos a ver las cosas de otro modo, sin dramatizar ni pensar que estamos ante situaciones inaguantables e insufribles. Todo eso no significa otra cosa que somos seres humanos con un contorno lleno de aristas cortantes y de esquinas donde tropezar. Entenderemos que el otro funcione con altos y bajos, éxtasis de delirio amoroso o arrebatos insoportables de desplates. El ser humano es así de caleidoscópico.
Todo menos hacer tragedias que a nada conducen. Cuando nos asalta el pesimismo de ver todo lo desagradable -¡que ciertamente existe!-, recordad los ratos buenos y los momentos en los que ha pensado más en nosotros que en su propio gusto. ¿No me digas que no existen? Si me argumentas que eso era antes, habrá que pensar dónde está el origen del deterioro; si en él o en nosotros.
Lo dicho. Todo es cuestión de amor. De querer más al otro que a mí. Lo demás son cuentos de hadas o nubes de algodón, impropias de un ser maduro que día a día se esfuerza por ser más humano.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales